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Alguien me dijo una vez que la verdad es como la luz del sol: es necesaria para vivir pero, si uno la mira directamente todo el tiempo, hace daño.

La verdad sobre mí –lo que yo pienso de mí misma– es así. Procuro tenerla presente, para no olvidar lo que sólo yo sé que soy. Me da miedo olvidar, porque eso implicaría dejarme llevar el resto de mi vida creyendo que soy esa criatura celestial que otros ven en mí. Creer eso sería lo más amable, desde luego.

A veces me atrevo a asomarme al espejo en los ojos de otros, a ese cristal que casi siempre refleja algo hermoso, y me digo: ¿Quién sería yo para decirles que no tienen razón? Quién soy yo para pensar que no tienen razón, a fin de cuentas. Aunque, de todas formas, lo que uno y otro vea en mí – incluida yo misma– qué importancia tiene en este mundo largo y ancho, oblongo, espiral y enorme.

Ayer por la noche tenía guardia en el hospital. Trabajé contenta, más contenta incluso de lo que trabajo habitualmente. Adoro mi labor nocturna allí, con una dependencia enfermiza que para otros es polvo enamorado, polvo de oro. Pero ayer noche estaba más feliz de lo normal, porque sabía que al día siguiente había quedado con Niké para tomar un café y visitar el pequeño museo de frikadas de la calle Faraday, en pleno barrio de las Artes y las Ciencias de la ciudad.

Aclaro que yo no soy fan de los museos, pero Niké sí lo es. Y yo soy fan de Niké. De cabeza iría a vadear una fosa séptica en busca de los restos de un naufragio si él me lo propusiera. Y esto lo digo no por exagerar, sino porque se le ocurren planes muy locos; es capaz de ver aventura donde otros solo verían mierda, y qué puedo decir, me encanta eso. Cada uno tenemos lo nuestro y, en cuanto a Niké, sus rarezas me fascinan.

A modo de segunda aclaración, el pequeño museo de la calle Faraday tampoco se llama «el museo de las frikadas»; eso es simplemente un nombre chorra que yo le pongo para hacer reír a Niké. Nunca le diría lo importante que es para mí verle reír, egoístamente. Su sonrisa es puro afecto al que yo me abrazo sin pensar. Cuando él sonríe, todo se aquieta, todo está bien. El resplandor de sus ojos es tan cálido como si me rodease con su cuerpo, y nunca le he tenido físicamente tan cerca, jamás me he atrevido a abrazarle más allá de la sonrisa y la mirada.

Habían pasado nueve horas y ya estaba terminando mi jornada. Ricard, mi paciente de la habitación 201, estaba empapado en sangre. Llevaba no sé cuántas cirugías cardíacas a su espalda y en la mañana le habían colocado el último stent. A pesar de que él había dejado de tomar, supuestamente, su medicación anticoagulante a tiempo, no cesaba de sangrar por el punto de inserción en el cuello ni por todos los lugares donde le habían pinchado para cogerle acceso venoso. El sangrado en el cuello era atrevido, mientras que el de los brazos y las muñecas era oscuro, tímido y constante.

Ricard, de ochenta y tantos años, estaba asustado. Supuse que veía colores difusos y contornos a través de las cataratas densísimas. Me senté a su lado en el sofacito de la habitación, con una palangana de agua tibia a mi lado y una esponja de esas que llevan incorporado el jabón. Le limpié la aparatosa, escandalosa sangre mientras le hablaba despacio, tratando de tranquilizarle, preguntándole cómo estaba, cómo se encontraba emocionalmente, o más bien dándole pie a hablar de ello mientras le cambiaba los apósitos. Pasé mi brazo izquierdo sobre sus hombros y le fui secando con cuidado con la mano derecha, luego le dije que iría a buscarle un camisón limpio con el diseño más chulo que encontrara. Iba a ser un camisón de hospital de todas todas -el típico abierto por detrás que se ata con cintas-, pero bueno, los hay más descoloridos unos que otros, más bonitos unos que otros. Algunos tienen puntitos rojos o azules o negros, pero le encontré uno que tenía un estampado de rombos grises. Se lo llevé. Le ayudé a ponérselo, le alcancé el batín y las gafas y le di un beso antes de marcharme.

Esta es mi verdad. Me acerco a quien me importa porque nunca en mi vida me dejaron hacerlo. No me permitieron dar (ni recibir) afecto. Hoy en día, a mis cuarenta y tantos años, mi madre no permite que le bese la mejilla y eso me hiere como nunca nadie sabrá. Para algunos soy el león de la lucerna, la enfermera que cuida, pero lo cierto es que Ricard y el resto de mis pacientes me están curando a mí una vieja herida que siempre está abierta.

Lo jodido es que tenía que volver a pinchar a Ricard porque los médicos le habían pedido una análica post operatoria. Me senté de nuevo a su lado, le saqué sangre, le di otro beso y me fui a llevar los tubos al pollete del control de enfermería para que el celador –aquella noche no sería Niké– se los llevara al laboratorio.

Luego fui a la habitación del Justi –Justiniano– a hacerle otra analítica. Toda sonrisas yo. Le pedí perdón por encender la luz de techo y deslumbrarle, por estar ahí antes de que se hubiera levantado el que pone las calles y por darle semejante despertar.

El bueno de Justi sólo tuvo palabras bonitas, como siempre. Me dijo que algunos enfermeros somos personas maravillosas. Me preguntó cuántas horas llevaba trabajando, le dije que nueve y media. Y él respondió que era increíble, admirable -no, por favor-, que después de tantas horas yo estuviera sonriéndole a pesar del cansancio. Me dejó un poco rota, la verdad, en sentido de patidifusa. Pero cómo no iba yo a sonreírle, y más aún a él.

No sé por qué, me preguntó mi edad y se la dije, a lo cual puso cara de genuina sorpresa y confesó que había pensado que yo tenía veintipico años. Pero Justi, hijo mío, cómo voy a tener veintipico, ¿tú me has mirado bien? Me dio risa. «Con esa piel de porcelana», en fin, me volvió a dejar k.o y me hizo la noche con ese comentario, no te voy a engañar. Más que nada porque en los últimos años me vengo sintiendo vieja y eso es una mierda bastante grande.

A las ocho menos cuarto de la mañana, di el parte a mi compañera y me fui. Había quedado con Niké en la puerta del Café de los Físicos, que estaba junto al museo, a las nueve y cuarto. Sólo me separaban de allí cuatro paradas de metro desde el hospital.

Al llegar al café ya me estaba esperando su brillante sonrisa, de la que tanto mono yo tenía. Le sonreí a mi vez, a cierta distancia, sintiendo la necesidad de morderme el labio por si acaso me daba por decirle «¿te puedo abrazar?». Él, por su parte, extendió el brazo con total naturalidad para tocarme el hombro; un gesto solidario porque sabía bien que yo venía de currar y no iba a dormir aquella mañana (cosa que por descontado me daba lo mismo). Me preguntó qué tal la guardia, y entramos a desayunar.

Conocí a Niké hacía apenas tres meses, recién entré al hospital. Él llevaba varios años trabajando allí como celador, de correturnos. Normalmente andaba con su colega Raúl, el otro celador.

Al principio, Niké me perturbaba bastante. La primera vez que me vio reaccionó de un modo que me hizo desear ser tragada por la tierra para siempre. Y digo «la primera vez que me vio» porque eso fue lo que me sacó de mis casillas: su cara nada más verme.

Era como la una de la madrugada y yo entraba toda confiada al office de la planta, no para tomar un café, sino buscando que algún alma caritativa me diera un mechero para salir a fumar a la escalera de emergencia. Sabía que estaban ahí los técnicos de ambulancia tomando un descanso, y suponía que por fuerza alguno de ellos fumaría, así que sin más me dirigí allí. Cuando abrí la puerta del pequeño cuarto vi que dentro se agolpaba demasiada gente: en efecto estaban los técnicos y los conductores de ambulancias, pero también otras personas de blanco que no conocía y pensé que serían enfermeros, auxiliares o celadores del hospital. Uno de esos que estaba vestido con pijama blanco y la típica casaca de pico cesó abruptamente de hablar con su compañero (luego supe que se trataba de Niké, y Raúl era el otro), y se me quedó mirando ojiplático, igual que si estuviera viendo a la mismísima virgen María en la puerta. No sé lo que vio en mí; aún a día de hoy no lo sé, pero estaba literalmente deslumbrado. No se cortó un pelo en mirarme así, fijo y con cara de gilipollas. Me hizo querer salir huyendo, y poco menos que eso fue lo que hice, desviando la mirada a los demás para pedir el maldito mechero. Pero ninguno tenía.

–¿Un mechero? –preguntó Niké. Le daba igual que yo me estuviera esforzando a todas luces por no devolverle el contacto visual-. ¿Eso es lo que quieres?

Y, para mi horror, empezó a preguntarle a todo el mundo si tenía uno. Incluso salió del office y paró a dos auxiliares que pasaban por allí, siguiendo luego adelante por el pasillo hacia el área de maternidad, preguntando a todo el mundo como si la maldita vida le fuera en ello. Me quedé ahí clavada, muerta de vergüenza pero queriendo fumar, y él no paró hasta que consiguió lo que quería (lo que yo necesitaba para satisfacer mi vicio: un simple encendedor).

–Toma. –Me lo tendió, cual caballero andante. Me sonrió y me remató. Esa sonrisa, sus ojos negros resplandecientes, su melena oscura enmarcando el pálido rostro… Supe que ya estaba perdida, atrapada en la fiereza de su gesto. Le di las gracias y me fui de allí lo más deprisa que pude.

La noche siguiente, en el office, tenía un vaso de café de la máquina con una notita debajo donde había un corazón dibujado con rotulador negro. Al lado del vaso había un clipper blanco, así que supe que ese regalo era de Niké. No podía ser de otra persona. Aunque él no estaba ahí, el corazón me explotó y los latidos se me subieron a la garganta. Por supuesto, bebí el café, cogí el mechero y guardé en mi bolsillo el papel con el corazón dibujado.

Me cruzaría horas después con Niké por el pasillo y le preguntaría si eso era lo que hacía con todas las personas que llegaban nuevas al hospital (qué arrestos por mi parte), y así comenzaría nuestra tortuosa amistad. Para entonces yo ya sabía dos cosas: que él estaba como un cencerro, y que me volvía loca a mí. Aunque mi verdad sobre esto nunca se la diría.

Volviendo a la mañana de ayer, nos adentramos en el museo cuando terminamos de desayunar. Niké no decía una sola palabra mientras ambos recorríamos el camino flanqueado por vitrinas hasta arriba de hallazgos arqueológicos, pero me tomó del brazo y yo no me solté. Se llenaba los ojos de todo cuanto veía a uno y a otro lado; no hubiera osado interrumpirle, menos aún para decir que todo eso sólo eran jarritos, y entonces él me respondiese con sorna algo como que acababa de resumir siglos de arte en una puta frase.

Al final del pasillo de mármol llegamos a una pequeña sala que el museo dedicaba a los guerreros Bissú. Ya no pude reprimirme y le susurré a Niké que «Bissú» era la marca de papel higiénico que vendían en el bazar chino debajo de mi casa (¡juraría que era así!). Nos reímos tanto que parecíamos dos yonkis puestos hasta las cartolas y el guardia de seguridad nos miró mal.

El ataque de risa se terminó por fin en un momento dado, pero su estruendo aún flotaba en el aire. Los que no reían ni por asomo eran los guerreros Bissú. En medio de la estancia estaban, firmes e incólumes, dispuestos en hilera perfecta. Tuve que tocarlos para asegurarme de que eran estatuas restauradas a todo color y no seres humanos. Sus ojos transmitían una serenidad dura y fría. Su piel atezada había visto el sol y muchas lunas. Junto al primero de ellos, un cartel sobre un atril contaba sobre el significado espiritual de sus turbantes rojos, todos iguales (la conexión con su dios); también sobre su sabiduría tan legendaria como poco amable.

«Los guerreros de la paz», así los llamaban de poblado a poblado. Antaño habían formado una muralla impenetrable, aunque en el cartel no se especificaba para separar qué personas o qué cosas.

Por mucho que fueran «guerreros de paz», llevaban armas al cinto, supongo que porque considerarían que la paz tendría que ser defendida a golpe de cimitarra. Como aquel que, en la actualidad, te alinea los chakras rápido con un puño americano de cuarzo rosa.

Me sorprendí a mí misma negando con la cabeza delante de aquellos guerreros. El más cercano a mí me respondía con su mirada imperturbable.

–¿Qué haces? –inquirió Niké.

Y entonces empujé a aquel ídolo de gesto adusto. Ni me di cuenta. Solo extendí las manos y no pude frenar su movimiento hacia delante contra los hombros del guerrero Bissú.

La estatua vaciló durante unos instantes que se me hicieron eternos; luego cayó hacia atrás y se fragmentó en mil pedazos. Niké me lanzó una mirada interrogante, y entendió perfectamente la respuesta silenciosa que yo le envié. Qué tipo de sabiduría tenía esa gente si no era capaz de sonreír. No podía dejar de pensarlo. La rabia absurda palpitaba en mis sienes, en mis manos y en mi pecho.

–Lo has hecho mal –susurró Niké–. Mira, se hace así.

Y, ante mi pasmo, pisando los fragmentos del guerrero, se colocó al lado del siguiente para empujarlo contra los otros y causar un apabullante efecto dominó. La pequeña estancia pareció temblar presa de un terremoto cuando los Bissú mordían el polvo, desplomandose uno detrás de otro. Se levantó una humareda blanca entre los cascotes y desde el pasillo comenzaban a oírse gritos de extrañeza, coreados finalmente por el bramido del vigilante de seguridad.

–¡Corre, insensata! –rio Niké, cogiéndome la mano y apretándola en la suya, haciendo que contra los dedos de ambos latiera un solo corazón desbocado–. ¡Corre si no quieres pagar una multa millonaria!

Yo no quería pagarla, claro. Así que corrí. Saltamos por una ventana que ni sabía que existía y seguimos corriendo calle abajo, sin ni siquiera detenernos a respirar. No oía pisadas sobre los adoquines ni gritos a mi espalda; solo escuchaba mi propia sangre bombeando furiosa y el aire estrellándose contra mi cara. Fantaseé, sin parar de correr, con tirar de Niké hacia el primer portal que viéramos y atrapar sus labios en los míos… sólo se vive una vez y yo lo sabía, pero fui incapaz. Recé en silencio para que lo hiciera él. Y es que sólo me atrevo a derrumbar estatuas, ya ves: esa es mi verdad. Una verdad en la que no pensaría mientras me precipitaba con Niké calle abajo en la más loca carrera. Una verdad que en aquel momento no miraría por temor a quedarme ciega.

Autor: Reyes

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