El lugar donde todo comienza

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Cuando era niño un gato bebe se escabulló en nuestra terraza. Mis padres detestaban a los gatos. Yo era muy joven, apenas si era consciente de lo que sucedía, pero recuerdo el miedo en los ojos del gatito: temblaba mientras buscaba escondrijo entre las macetas y las hojas de las plantas con las que mi madre decoraba la terraza. Ese terror en sus ojitos no ablandó a mi padre que lo roció con agua hasta finalmente echarlo. Mientras huía sentí tristeza, y al mismo tiempo, un extraño miedo a mi padre.

Mi padre jamás fue violento conmigo. No recuerdo ni una sola vez en que alzó su mano para pegarme. Él imponía respeto con la mirada y aclarándose la garganta. Había algo en su figura alta y respingada, como una vieja sombra, que me daba temor.

Ahora que miro hacia atrás solo encuentro una vida de miedo.

Años después de que aquel gatito se infiltrara en nuestra terraza, mi madre me dio la noticia de que debíamos mudarnos con la abuela.

Mi madre era una mujer distante, vivía gran parte de su vida sumida en pensamientos que la alejaban de muchas cosas de su alrededor; por eso, en aquel momento, no me contó la razón exacta de la mudanza. Yo asumí que sería algo momentáneo, pasajero; ahora veo que fue el punto en que cambió mi vida.

La noche anterior escuché llegar tarde a mi padre. Se enredó con las llaves y no encontró de otra que azotar la puerta hasta que mi madre le abrió. Debido al calor, acostumbraba a dormir con la puerta de mi cuarto abierta. El escándalo me había despertado y entreabrí los ojos para ver que sucedía sin ser descubierto: mi madre arrastraba a mi padre, visiblemente borracho y molesto, hasta su habitación. No era común verlo así. Acostumbraba a beber, pero las costumbres machistas de aquella época dictaban que demostrar la embriaguez era sinónimo de debilidad, cosa que mi padre nunca había hecho hasta esa noche. Me sorprendí mucho, era un hombre totalmente distinto: trastabillaba, se golpeaba con los muebles y hasta maldecía. En otros momentos siempre había sido sereno, silencioso y cuando jugaba buchaca golpeaba la bola sin perder el pulso a pesar de haber tomado media caja de ron.

Algo terrible había pasado y no lo descubrí sino tiempo después.

Mi madre intentaba hablar en un tono bajo, temiendo seguro que yo pudiese escucharlos, pero mi padre maldecía y maldecía sin parar; lo único que escuché con relación a lo que había sucedido fue que todo se había perdido: —El negocio se cayó. Esos… no quieren devolverme la plata… ¿Ahora qué haremos? Todo lo perdí.

A la mañana siguiente mi madre me ordenó inmediatamente hacer las maletas. Muchos de mis juguetes no cabían en el baúl­­­: mi caballito de madera, mis figuras de acción, mis legos…Pero en especial mi bate de beisbol. Mi madre no soportó que intentase llorar: —¡Ya tienes trece, compórtate como un hombrecito!, me dijo. Tuve que dejarlos atrás. Iba llorando mientras mi madre y yo nos alejábamos del que había sido mi hogar.

Mi padre no estuvo con nosotros.

La casona de mi abuela constaba de un solo piso, pero sus altos techos daban la impresión de que era de dos o más. Lo primero con lo que te topabas al entrar era con unos viejos muebles; mi madre me había contado la historia de aquellas reliquias provenidas de España: Fabricados por un tatarabuelo que en la madre patria era cura y carpintero dedicando su tiempo a esculpir santos en madera y hacer muebles para la sacristía, pero que un día conoció a una negra de estas tierras y dejó el hábito para estar con ella. Se asentaron en este pueblo y abrió una ebanistería. Aquellos muebles de mi abuela eran de una madera oscura, grandes y pesados; de niño me daban la impresión de estar hechos de piedra.

Cuando nos plantamos en su puerta, mi abuela, no se mostró para nada contenta. En sus ojos azules, que evocaban su herencia europea, descubrí su desdén. —¿Dónde está Miguel? ¿Dónde está tu esposo? —preguntó. Mi madre me ordenó que entrase y llevase mis cosas hasta la habitación que quedaba en el patio mientras ella, me imagino, le explicó la situación. Me adentré en aquella casona arrastrando el baúl sin dejar de ver hacia atrás, buscando, sin éxito, alguna mirada de mi madre que me tranquilizase. No quería estar ahí. Nunca me había gustado la casa de la abuela.

Agujita, el hijo de la cocinera, un tipo extraño, bizco y escalofriante, se acercó a mí —¿Lo ayudo, Enriquito? — a pesar de causarme incomodidad, acepté un poco aliviado de no tener que arrastrar el pesado baúl. Agujita, un tipo bajito, incluso más bajo que yo a pesar de mi edad y con una voz algo infantil, me mostró el único gesto amable aquel día, echándose en su espalda deforme el baúl y acompañándome hasta el cuarto del patio que llamaban el sanalejo.

—¿Qué le parece la ratonera, Enriquito?

—No me gusta.

Era un cuarto tan pequeño que la cama estaba plegada para dejar espacio y poder caminar. Con mi baúl ahora apenas si podíamos estar el Agujita y yo.

Me senté abatido sobre el baúl. Mi madre seguía hablando con mi abuela y yo me preguntaba cuanto tiempo estaríamos ahí, pero lo que más quería preguntar era por mi padre y porque permitía que esto sucediese. Finalmente, mi madre llegó al cuarto. En su rostro noté que tampoco le gustaba la ratonera.

—¿Cuándo regresaremos a casa? ¿Qué pasará con el resto de mis cosas, mi bate de beisbol, el que me dio papá?

A pesar de que mi ataque fue incisivo y casi al borde de las lágrimas, mi madre no me contestó. Sumida en sus pensamientos, mirada cada esquina del cuartucho. Ahora recuerdo porque no hablo mucho de mi madre: desde aquel día empecé a sentir mucha rabia con ella. En ese momento, estaba tan frustrado por su silencio, que le jalé con fuerza el brazo hasta que reaccionó echándome un grito y enseñándome la mano en señal de que me rompería a cachetadas si volvía a hacerle una cosa así.

—¿Dónde está mi papá? —pregunté asustado.

—Viene más tarde…

—¿Puedo dormir con ustedes? Este cuarto no me gusta.

Ella meneó la cabeza y se marchó.

Había logrado colar entre mi ropa algunas tiras cómicas de Tintín y huyendo de la ratonera, buscando algo de fresco, subí a lo alto del árbol de mango que vigilaba el enorme patio. Ahí leí durante horas hasta que la tarde se convirtió en noche. Así transcurrieron varios días, hasta que una noche, divise la figura alta y respingada de mi padre quien era escoltado por mi madre rápidamente hasta su habitación. No pude ni siquiera saludarlo.

Dormir en la ratonera era asfixiante. Los pies se me salían de la cama y el ruido incansable de los mosquitos hacían eternos los minutos intentando conciliar el sueño; un creciente sentimiento de rabia se abría paso entre el miedo. Recordé aquel gato bebe que se había colado en nuestra terraza, tan indefenso y perdido, no pude evitar sentirme del mismo modo. Mi madre era un caso perdido: siempre la había detestado, pero mi padre era mi gran incógnita. Volviendo la vista atrás, quizás la nostalgia y el tiempo han distorsionado los recuerdo, pero mi padre siempre veló por nuestro bienestar. Aunque su trato era algo frío, no puede olvidarse el hecho del tiempo que transcurría; la hombría y las muestras de afecto era algo desdeñable, en especial, entre padre e hijo, sin embargo, mi padre solía llevarme de compañero: fuimos a muchos paseos a la finca y me llevaba al campo de beisbol a que practicase, decía que tenía un buen swing. Mi bate de beisbol fue un regalo de su parte.

Finalmente, el sueño me noqueaba.

Los días no eran mejores que las noches.

La abuela estaba completamente en contra de nosotros. Se sentía invadida. Era una mujer entrada en años y con el transcurrir de los días empezó a demostrarnos lo mucho que nuestra presencia la incomodaba: si estábamos durmiendo la siesta en alguna de las habitaciones con ventilador, lo apagaba; si usábamos el baño decía que gastábamos mucha agua y si me encontraba de “ocioso”, cómo me decía, le decía al Agujita que me llevase a hacer mercado o que tomase una escoba, un trapero o lo que fuese, cualquier cosa que al menos compensase que comiese su comida, durmiera en su casa y bebiese su agua.

Mi padre no se dejaba ver. Pasaba los días encerrado en el cuarto.

Mamá le llevaba la comida en una bandeja, junto con una caja de cigarrillos, la dejaba al pie de la puerta y le tocaba. Nunca tocó la comida, únicamente los cigarrillos.

—¡Es un flojo! —decía mi abuela en voz alta cuando veía la comida dañarse al pie de la puerta. Mamá no decía nada.

Recuerdo que mi madre no hablaba casi nada y sus divagaciones se volvieron cada vez más profundas, dándome la sensación de no estar siquiera en este plano de la realidad. Realizaba las acciones por una especie de inercia; comer, dormir y tejer. A pesar de que la detestaba, me sentí muy lejos de ella y en especial de mi padre, totalmente solo, únicamente acompañado por el Agujita quien empezó a agarrarme confianza y me trataba como una especie de amigo. A pesar de lo escalofriante que me parecía cuando me sonreía y dejaba ver sus dientes podridos, su aprecio me reconfortaba por aquellos días. Una noche tocó a mi puerta y dijo que quería mostrarme algo.

Todos dormían.

Me llevó hasta una pared del patio que colindaba con el patio vecino y me dijo que asomase la vista por un pequeño agujerito: del otro lado, una muchacha gustaba de tomar un baño completamente desnuda, a la luz de la luna. El Agujita me hizo a un lado y mientras observaba se desabrochó el pantalón. Desde ese día empecé a fantasear con el cuerpo de las mujeres y, cuando no podía dormir, empecé a masturbarme pensando en aquella chica. Nunca pude decirle a mi madre ni a mi padre acerca de lo que sentía en esos momentos. Por mi cuenta tuve que ir descubriendo todo lo que sucedía. Y así fue como una noche, mi abuela confrontó a mi madre en la cena.

En medio del silencio, únicamente interrumpido por el sonido de los cubiertos, mi abuela hizo la pregunta que yo nunca pude: —Francisca, ¿lo perdieron todo?

Mi madre guardó silencio.

—Fue por ese negocio de la finca esa, ¿verdad? Te aconsejé que le dijeras a Miguel que eso era pésima idea, pero ya veo que, como siempre, tú estabas en las nubes.

Sentí una opresión tan grande en el rostro impasible de mi madre que perdí el apetito. Mi abuela no toleró más su silencio y gritó: —¡Francisca! Qué mala costumbre tienes de ignorar a la gente. ¡Contéstame, carajo!

Por primera vez estuve de acuerdo con mi abuela.

Mamá soltó la cuchara con la que estaba bebiendo la sopa y miró a mi abuela con un aire cansado, como si toda aquella situación hubiese absorbido por completo su fuerza vital. En un tono muy bajo y con voz neutra respondió que sí, que lo habían perdido todo, que las propiedades habían sido embargadas y que no nos quedaba nada, más que la fría calle, que, en aquellos momentos, dijo ella, parecía mejor que la casona de mi abuela. Ante este comentario pensé que mi abuela nos echaría a patadas, pero no lo hizo; alzó una ceja —, quien veía a Miguel tan tieso y tan majo. Resultó que es un flojo que no sirve para nada — y siguió comiendo.

Aquel año terminó y las cosas seguían iguales.

Con el tiempo empecé a acostumbrarme a la incomodidad y con ayuda de Tintín, subido en el árbol de mango, logré pasar los días. Extrañaba jugar beisbol y la idea de ir a recuperar mi bate empezó a gestarse en mi mente.

Llegó la temporada de fiestas y el pueblo enteró se descontroló por los toros y la parranda. Mi abuela acostumbraba a verse con sus amigas y jugaban a las cartas. Agujita se iba a beber. Incluso la vecina dejaba de tomar sus baños nocturnos para irse a las corridas con quien era al parecer su novio. Mi madre empezó a tejer a la luz de una vela y poca tenía que ver con lo que pasaba. Mi padre pasaba los días encerrado, fumando, sin ver ni hablar con nadie. Yo me había convertido en un huérfano de padres vivos.

Una noche estaba inquieto.

La enorme casona se sentía muy silenciosa y vacía.

El calor no me dejaba dormir y la vecina se había marchado.

Me subí a lo alto del árbol de mango en busca de algo de fresco. Escuché muy a lo lejos como la puerta principal se abría y cerraba. Pensé que era el Agujita que se marchaba a beber. Estaba molesto con él porque le pedí que me llevase a sus fiestas, pero me dijo que yo era muy niño para esas cosas, para la pernicia, como lo llamaba él y no quería problemas con mi abuela y mis padres, a pesar de que le dije que seguramente a ellos no les importaría. Le había hablado de mi intención de volver a mi casa en busca de mi bate de beisbol y me prometió que lo haríamos al terminar las fiestas. Pero esa noche decidí que lo iría por el yo mismo.

No vi a nadie en la casa, ni siquiera a mi madre.

Estuve tentado en entrar al cuarto donde dormía mi padre. Quería verlo. Tal vez se alegraría de que recuperase mi bate y volveríamos al campo de beisbol juntos. Llegué hasta la puerta y sentí el olor del cigarrillo. La bandeja con comida estaba intacta al pie de la puerta con moscas revoloteando. El olor dulzón de la fruta dañándose me revolvió el estómago.

Toqué, pero nadie respondió.

—¿Papá?

Llevé mi mano hasta el pomo, pero no me atreví a girarla.

Mi antigua casa no quedaba muy lejos. Salí a la calle.

Estaba totalmente desierta.

Muy a lo lejos se escuchaba el murmullo de la gente, pólvora y la música de las fiestas. Caminé en medio de la calle hasta llegar a nuestra casa.

Las plantas de mi madre habían crecido sin que nadie las podase y el árbol de tamarindo que adornaba nuestro andén se veía imponente y frondoso dándole esa noche a la casa un aspecto sombrío y abandonado que me entristeció el corazón. Yo había nacido en esa casa y para un niño, su primer hogar, siempre es especial. Mi padre la había diseñado amplia y espaciosa porque quería tener muchos hijos, pero al final solo estuve yo. La construyó de tal forma que el sol no arremetía con tanta fuerza en las mañanas, pero tampoco moría al caer la tarde. La casa, mi padre y yo estábamos ligados desde el comienzo.

La reja estaba cerrada con llave.

Decidí trepar el árbol de tamarindo y saltar al otro lado.

No me costó mucho, luego de tantas tardes de trepar al árbol de mango de mi abuela, me había vuelto un experto escalador. Salté y logré cruzar.

El pueblo de mi infancia siempre había sido un lugar caliente. Esa noche, sin embargo, el tiempo era fresco y unas brisas provenientes del mar eran costumbre en la temporada de fiestas. Ante mi antigua casa sentí un viento proveniente de ningún lado. El recuerdo es vívido porque en lugar sentir alivio del calor, lo que me envolvió esa noche, fue una sensación particularmente extraña; mi piel se erizó. Tuvieron que pasar muchos años para darme cuenta de que esa sensación es la misma que adorna todas las pesadillas.

Avancé hasta la puerta y la encontré abierta.

Dentro estaba tan oscuro que apenas si podía verme mi mano.

Camine a tientas, con el eco de mis pisadas detrás. No sentí miedo en ese momento, estaba más concentrado en encontrar mi bate de beisbol. Conocía bien el terreno y a pesar de no ver pude llegar hasta mi cuarto. Mis ojos se adaptaron mejor a la falta de luz. Estaba buscando mi bate de beisbol y encontré fue mi caballito de madera. Tenía un cascabel. Su sonido repiqueteó en la casa solitaria.

Nuevamente la extraña sensación.

No podía encontrar mi bate y salí a la sala.

Muchos de los muebles ya no estaban. Los pocos que quedaban habían sido cubiertos por unas mantas. Intenté buscar mi bate en otros lugares de la casa, pero con el transcurrir de los minutos y el eco de mis pisadas empecé a incomodarme cada vez más; mi casa, mi hogar, el lugar seguro, era totalmente distinto a como lo recordaba. Algo no andaba bien. El único sitio que no había revisado era el patio. Avancé a través de la cocina y fue cuando sentí el olor.

Un olor que no se me olvida.

Dulce.

Un dulce que en cualquier momento puede ser rancio.

Mi padre me había llevado a la finca tiempo atrás. En la maleza se asomaban unos cadáveres. Yo era muy pequeño, muy pequeño y pensé que dormían. Mi padre me explicó que estaban muertas —Lo sabes por el olor— me dijo. Arriba, en el cielo, unos buitres volaban en círculos.

Era el mismo olor.

Cómo la fruta podrida a los pies de la puerta del cuarto de mi padre.

Nuevamente la piel de gallina.

El miedo distorsiona nuestros sentidos, el corazón parece posesionarse de los oídos y lo único que podemos oír son sus latidos. Ahora me es difícil saber si realmente las cosas pasaron como lo recuerdo; si realmente estaba tan asustado para sentir un frío helado y fantasmagórico en aquella casa, tanto, que juraría exhalar vaho. Las piernas me temblaban. El miedo que vi en los ojos de aquel gato bebe, el miedo en su forma más pura, donde no hay fuerzas para gritar.

Mire hacia atrás, pero la puerta se había cerrado, solo quedaba la oscuridad.

El olor provenía del patio. Un chorro de luz de luna, que se colaba a través de él, parecía indicarme el camino. Recordé las veces que mi padre y yo jugábamos al beisbol y luego se hacía en su hamaca a tomar la siesta. Recordé los boleros que escuchaba para pasar el guayabo.

Avancé temblando.

Lo primero que reconocí fue mi bate.

Estaba firmado por el gran Licho K antes de irse a las grandes ligas. Era de madera fina, barnizado, proveniente de un roble americano; mi padre lo había mandado a traer desde Estados Unidos.

Pero al lado del bate estaba esa figura colgando, dándole la espalda a la luna.

No había brisa, pero mi piel estaba erizada desde la nunca hasta los pies. De aquella sombra provenía el olor. Creo que nunca había visto ni veré algo tan quieto e ingrávido. Su quietud era extraña, antinatural. En su presencia pensé que moriría, había dejado de respirar.

Entonces… vi su rostro.

Era él.

Alto y respingado.

Intenté correr, pero estaba completamente paralizado.

Intenté gritar, pero ni un sonido salió de mis labios.

Solo pude llorar.

Lo que pasó después me es confuso. No recuerdo bien si me desmayé o simplemente me desconecté de lo que estaba sucediendo. El tiempo se distorsionó terriblemente y cuando recuperé algo de conciencia solo pude escuchar el canto de los gallos.

Sus ojos estaban salidos, como un sapo aplastado y las moscas habían empezado a revolotear alrededor de su cara.

Estuve horas viéndolo.

Finalmente, escuché que alguien abría la puerta principal: era el Agujita.

Me sacó de ahí.

Mi bate se quedó y nunca más lo volví a ver.

Agujita me llevó hasta la casona de la abuela e intento tranquilizarme. Sigo sin poder recordar nada más allá de la figura de mi padre colgando.

Me cuentan que mi madre perdió los papeles al enterarse de lo que había sucedido y fue internada en una clínica de reposo. Mi abuela, preocupada por todo lo que estaba pasando, decidió cuidarme y su actitud cambió mucho conmigo. Me llevó a donde varios doctores porque había dejado de comer y de hablar. Me costó mucho tiempo volver a ser yo mismo, a volver a hablar, a tan siquiera entrar a un cuarto oscuro.

Aborrecí el olor de las frutas y el beisbol.

Pero cuando todo pareció haberse superado, empezaron las pesadillas: mi padre colgando y yo sin poder moverme. De eso trataban las primeras veces. Le comenté al médico y me dijo que era normal y con el tiempo pasarían.

Terminé mis estudios y me fui de la casona de la abuela para estudiar en la universidad.

Durante varios años no pensé en lo que había sucedido. No volví a ver a mi madre y únicamente regresé al pueblo cuando supe de la noticia que mi abuela había fallecido. Siento que fue el peor error que pude cometer porque después del funeral las pesadillas regresaron: mi padre colgando, yo sin poder moverme, pero ahora él empezaba a hablar. Al principio eran como susurros —pssspsss —nada que pudiese entender.

Luego, una noche, finalmente habló: —¡Matate!

Su voz no era la de mi padre, pero estaba furioso. Decía que yo había perturbado su lugar de descanso y ahora yo debía matarme.

Estoy desesperado. No sé qué hacer…

El psicólogo se acomodó en su sillón. Anotaba algo en su libreta. Cuando Enrique terminó de hablar dijo: —Tiene usted un Trastorno de Estrés Postraumático. Esa es la razón por la que tiene esas pesadillas. Por suerte, con terapia y medicación podemos solucionarlo. Necesito que venga una vez cada semana.

—Él me habla, dice que debo matarme o nunca me dejara en paz.

—Es la culpa quien toma forma en su sueño, señor Enrique.

—Olvide lo que es dormir…

—Por lo que me cuenta, parece que hay antecedentes de enfermedades mentales en su familia. Es necesario que realicemos varios exámenes para realizar un mejor diagnóstico. Le recomiendo se interne en una clínica especializada, puedo recomendarle varias.

—No entiende.

—Es más común de lo que cree…

¡Tienes que matarte! ¡Tienes que matarte!, me grita. Los psicólogos y psiquiatras con sus terapias y sus pastillas no han solucionado nada, por el contrario, la empeoran. Caigo dormido y lo veo, no me deja en paz.

Últimamente, veo mi casa, él me la muestra.

El bate está ahí, sigue ahí.

Me escapé del hospital. Sé lo que hacen ahí. Mi abuela me contó historias de lo que le hacían a mi madre. No estoy loco. Tengo miedo.

He vuelto al pueblo.

Antes de pasar por mi casa visito al Agujita. Me dice que me ve bien. Él está muy enfermo. Me ha ido bien en el trabajo. Recuerdo lo que hizo por mí cuando era niño y traigo algo para él; dinero y una carta dándole las gracias. Pregunto por mi antigua casa, él parece preocuparse, pero le miento y le digo que ya estoy bien y solamente quiero saber qué le sucedió. Dice que nadie la ha comprado y que la alcaldía piensa demolerla. Me cuenta que se convirtió en un lugar donde los adictos van en las noches a hacer sus porquerías y que incluso dicen que algunos satánicos han ido a realizar rituales donde asesinan gatos.

Nada de eso me importa.

Es de noche cuando decido infiltrarme nuevamente, cómo cuando niño. El árbol de tamarindo ya no existe y las paredes están llenas de grafiti.

Llevo un par de herramientas conmigo y cortó las cadenas que cierran la reja.

Entró y reconozco la sensación: el frío, el miedo. Nuevamente, soy un niño asustado.

No he dormido en días, estoy muy cansado y cada vez que mi cuerpo quiere desconectarse no se lo permito, pero cuando me adentro a la casa, mis fuerzas parecen desvanecerse. Apenas si puedo llegar hasta el patio. No hay luz de luna. Se ha ocultado entre las nubes. No puedo dormir,

Encuentro una viga y ato una cuerda. Aprieto bien el nudo alrededor de mi cuello y me trepo a unos bloques sueltos que encuentro. Luego los pateo y siento cómo el nudo me mantiene colgando.

El bate aparece rodando en el suelo, firmado por el gran Licho K.

La figura de mi padre aparece. Siento algo de paz. Estaré con él.

Percibo el olor dulzón y su rostro está demacrado, las moscas revolotean a su alrededor y falta uno de sus ojos. Sonríe macabramente, una sonrisa expectante, como si llevase años esperando este momento. No es mi padre. Se toca el cuello donde la cuerda cortó la piel al momento de estrangularse y yo siento como poco a poco se me escapa el aire…

Autor: Tomás Cárdenas

Sobre el autor

Thomasius_2000

3 comentarios en “El lugar donde todo comienza”

    1. Hola Ignacio, me alegra te haya gustado. Lo que dices es combustible para mi porque últimamente he estado analizando la teoría de que las grandes historias, la buena literatura es de personajes y no de situaciones. Si es difícil definirnos, ahora imaginate crear a un personaje que es prácticamente otra persona. Estoy en ese reto. Un abrazo.

  1. Querido Tomás,
    en cuanto a las situaciones, según mis sentimientos como lectora, hay narradores capaces de hacer mágica cualquier situación «simple». No existen los juicios si uno disfruta escribiendo y leyendo, ¿verdad? No existe lo simple. Para mí, como narrador tú eres así. Te envío un grandísimo abrazo.

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