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Terminé y subí el video matutino, como siempre. Ya llevaba cerca de un año haciendo mínimo un video al día, y mis 100 seguidores, la mayoría amigas del colegio, eran los más frecuentes en comentar y saludar. Debo admitir que no tenía 100 amigas en el colegio, así que agradecía cada vez que alguien quería verme decir locuras, subir bailes o retos del montón. Yo era una más, ignorada por el algoritmo, pero no me importaba: disfrutaba hacer videos. 

Esa mañana, justo antes de entrar al colegio, un chico me detuvo en la entrada. Era alto, con una sonrisa perfecta, cabello oscuro y ojos tan profundos como un abismo. 

—Me encantan tus videos, Sofi. Soy tu fan. 

¿Fan? ¿Mío? Así, sin más. Sentí que mi corazón iba a explotar. Si su sonrisa no me hubiera atrapado, probablemente habría saltado de emoción. Era mayor, de esos chicos universitarios con los que soñaba algún día. Espalda ancha, cabello desordenado y un aire despreocupado que lo hacía irresistible. Me quedé mirándolo, probablemente con cara de idiota, mientras intentaba arreglarme el mechón de pelo que siempre me cubría el rostro. ¡En mis videos no paraba de hablar, pero el primer chico guapo que decía ser mi fan me dejó muda! 

—¿Podemos hacer un video juntos? —soltó de repente. 

Asentí rápidamente y casi dejo caer el celular al pasárselo para que grabara. Me sorprendió lo bien que buscó mi mejor ángulo. Parecía un experto; pensé en preguntarle si él también tenía un canal. En medio de la grabación, se inclinó y me susurró algo al oído. Su voz era suave, casi hipnótica, y me pidió repetir unas palabras. Eran como un trabalenguas, pero las dije sin pensarlo. Nos reímos como dos idiotas, y al final me dio un abrazo repentino. 

—¡Muchas gracias! Acabas de hacer mi sueño realidad. 

Me puse roja como un tomate. Esperé que me pidiera mi número, pero simplemente se despidió y se fue. Así, sin más. Cuando reaccioné un segundo después y volví la mirada para buscarlo, ya había desaparecido. Ni siquiera le pregunté su nombre. 

Mis amigas se emocionaron cuando les conté. Solo Laura, mi mejor amiga, tenía un canal, aunque subía menos videos que yo. Me confesó, entre risas, que le daba un poco de celos aquel encuentro. Me pidieron que mostrara el video, pero no me atreví sin antes retocarlo. La emoción pasó y, al final, hasta yo olvidé el tema. 

Esa noche, en casa, pensé en revisar el video. Pero algo me daba pena, así que lo dejé pasar y me entretuve viendo videos de otras personas hasta quedarme dormida. A la mañana siguiente, desperté con el celular en la mano y más de mil vistas. 

Un frío terrible recorrió mi cuerpo: un video que no había subido se había vuelto viral. ¡Era ese video! Pero algo no cuadraba: yo estaba sola. Laura me llamó emocionada para felicitarme. Yo no recordaba haberlo subido y dudé en bajarlo, pero al ver cómo crecía en vistas, lo dejé. 

En mi siguiente video matutino agradecí a mi fan y lo invité a volver al lugar donde nos habíamos conocido. Pero todo me inquietaba. No recordaba haber editado el video para quitar al chico, ni siquiera haberlo subido. Esa sensación de culpa, como cuando le robaba monedas a mi abuela, no me abandonaba. 

Cuando finalmente revisé los comentarios, algo me puso los pelos de punta. Cada comentario era distinto. Parecían describir cosas que yo no recordaba haber dicho o hecho en el video. Una parte de mí pensó que me estaban troleando, pero Laura lo había visto, igual que mis amigas. 

—¿Qué dice? —me preguntó Laura cuando le conté. 

No me atreví a repetir las palabras, pero insistió tanto que las escribí en un papel, indicándole cómo pronunciarlas. Laura, divertida, me dio un beso en la mejilla antes de irse. 

Esa noche no pude dormir. Con un nudo en el estómago, decidí borrar el video, aunque doliera perder todas esas vistas. Sin embargo, a la mañana siguiente, el video había vuelto a subir. Esta vez tenía millones de vistas. ¡Millones! 

Me conecté en un live, emocionada por el apoyo. Salté, hablé de mí, mostré mi armario, todo lo que mi creciente público pedía. Fue un día increíble… hasta que mi mamá entró a la habitación con una expresión que jamás olvidaré. 

—Es Laura. Llamé a sus papás para confirmar… —sus palabras se quebraron—. Lo siento, hija. Una bala perdida. Estaba en la sala de su casa grabando un video… no llegó al hospital con vida. 

Todo a mi alrededor se volvió borroso. Laura, mi amiga inseparable, llena de vida el día anterior… no podía ser. Fui hasta su casa, llena de amigos y familiares destrozados. En la mesa de su sala encontré la hoja de papel donde había escrito las palabras. Pero ahora, al verla, podía entender lo que decía. 

Y desearía no haberlo hecho jamás

Autor: Alex Pallares

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