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Me subo al autobús con mi amiga la Porca. Llevo puesto mi super-chandal del Primark y ella, como siempre, va disfrazada del payaso de It —aclaro que no es Halloween—, aunque lleva la misma peluca rubia que se compró hace trepecientos años y que no solo ni se quita para cagar, sino que me juego los pulgares a que después de haber cagado la usa para limpiar el váter. Esas mechas color relax caribeño entre el rubio platino son sospechosas. No te niego que con esa facha la Porca impone, porque además mide como metro noventa la hijaputa, zancos incluidos. Lo mejor de todo es que a su lado yo parezco normal, con mi perilla estilo Quevedo y este chándal de ositos bailando el hula-hula entre corazones.
No hay muchos viajeros en el 627 a las cinco de la tarde, pero sí los suficientes para que la Porca salude a cada uno de ellos con una florida reverencia. Incluso le besa la mano a una señora entrada en años que al parecer le ha recordado al papa.
En la radio del autobús suena bajito uno de los grandes éxitos de Kiko Rivera cuando era pinchadiscos («¡quí-ta-te el top!» o algo así creo que dice, qué horror). Le comento a la Porca que se corte un poco y deje de bailarlo en el pasillo, porque al paso que va nos van a echar de allí antes de tan siquiera poder comenzar nuestra misión.
Hemos venido a quebrantar el reglamento de viajeros. ¿Por qué? Porque queremos. Porque podemos. Porque alguien tiene que hacerlo.
En el reglamento que va pegado en la estructura que separa al conductor de los viajeros, según uno se sube al bus, dice lo siguiente:
Queda terminantemente prohibido:
1- Fumar, consumir alcohol, drogas recreativas de cualquier clase y comida dentro del autobús.
Observo con regocijo que la Porca ha abierto una bolsa de ganchitos y se enchufa un trago de whisky antes de meterse la mitad de dicha bolsa en la boca. Casi se ahoga porque los ganchitos estallan como petazetas, así que ahora, botella de Ballantines en una mano y bolsa de cheetos arrugada en la otra, parece un aspersor espurreando mierda a dos carrillos y en todas direcciones. Por mi parte, yo procedo a encenderme un porro, eso sí, lo más lejos posible de la Porca en la otra punta del autobús. Ya hemos empezado. Somos unos antisistemas.
2- Hacer difusión comercial o propaganda de cualquier clase.
Ajá, este es mi momento. Con la mano libre, abro la mochila para sacar uno de los cuarenta y cinco ejemplares de mi último libro —»El cumpleaños de Hitler»— que llevo ahí dentro. Es una adaptación infantil del Holocausto, directa al niño interior del lector. La trama, de ninguna manera predecible, se desarrolla en un parque de bomberos del futuro.
—Hola, qué tal, buenos días.
Me siento al lado de una pobre persona anónima y trato de vendérselo. Le pregunto que qué opina de la sinopsis, y el muy desgraciado —es un tipo con gafas de culo de jarra y pinta de empleado de pompas fúnebres— me responde que le parece una mierda. La gente no tiene ni idea de lo que es un manifiesto anti-sistema, cago en satanás. Quizá porque resulta rechinante la hipocresía de ver al sistema mismo encarnado en un subnormal (que soy yo) tratando de venderte algo.
—Oiga, por favor, que voy a llamar a la policía. —Me digo que esta debe de ser la señora de aspecto papal, vociferando porque la Porca le ha puesto las tetas en la cara o algo peor. No se la puede sacar de casa a la Porca.
3-Practicar la mendicidad.
No hay forma de colarle el libro al cabrón de la funeraria, así que empiezo a suplicarle. Tres cosas he perdido en la vida, amigos: orgullo, dignidad y vergüenza.
—Por favor, mire usted, si sólo son treinta y siete euros. Y viene con portada y todo…
Pero nada, no hay manera. Este tío no tiene corazón.
—¿Tenéis un turulo para la cocaína? —le pregunta la Porca a unos estudiantes.
—Mamá, ¿qué es un turulo? —inquiere la niña que se sienta detrás. Tendrá como seis años.
Resistiéndome a toda distracción, no obstante, insisto un poco más con el funerario:
—Mire, yo me doy un paseo por el autobús y usted se lee las dos primeras páginas GRATIS. —Seguro que se engancha, porque es la mejor historia del mundo; el prólogo ya te peta la cabeza.
Sin darle oportunidad a que se niegue —¡infalible técnica de marketing!—, le dejo el libraco sobre las piernas, me levanto y me voy.
Trato de mantener una deambulación estable mientras camino hacia mi siguiente víctima en el autobús, sorteando a la Porca que acaba de irse a la mierda en una curva. Me da ánimos desde el suelo y después empieza a seguirme a gatas; si fuera de noche, esto sería la escena de una película de terror. Mientras se arrastra, se desgañita:
—¡Vamos, maricones!
En algún momento, probablemente en una comisaría, alguien tendrá que sentarse con la Porca para explicarle qué es divertido y qué es ilegal. Pero hoy no es ese día.
4-Hablar con el conductor de cualquier tema ajeno al servicio.
Mi siguiente víctima es, por supuesto, el líder: la persona que tiene entre manos el volante. Como la Porca y yo hemos entrado por las puertas de atrás para no pagar, es la primera vez que veo su cara.
—Disculpe, caballero, que le importune. —Voy sacando los libros de la mochila para no perder tiempo. Hoy me siento pletórico, capaz de venderle la colección entera.
—La guardia civil está en camino —masculla entre dientes, sin apartar la vista de la carretera.
Esa amenaza ha sonado lo bastante real para decirle que pare aquí mismo, que ya nos bajamos. No sé por qué razón la Porca ve procedente añadir que yo soy su mejor amigo y que para mí todo es ficción porque me estoy muriendo de un tumor cerebral. Hasta ella es imaginaria.
—Porca, que sepas que ese último comentario me ha parecido de una zafiedad…—le recrimino mientras bajamos del autobús cuando el buen hombre para en el arcén.
—¿Lo de que soy imaginaria?
—Lo de que me estoy muriendo.
—¡Ah!
Ella ríe y me coge del brazo, comenzando a dar saltitos alegres bajo la lluvia. Va lista si pretende que salte con ella; ¡No he vendido un solo libro! Esa es una desgracia peor que morir. Soy una burda mota de polvo intrascendente.
—Al menos hemos roto el reglamento. ¿No era eso lo que querías? —pregunta alzando las cejas.
—Hmm. No todo. Es demasiado largo —recapitulo—. Cuando lo volvamos a intentar, hay que romper todas las reglas a la vez.
Ella deja escapar una estruendosa carcajada mientras sigue andando a saltos, reventando charcos bajo sus tacones. Puro principio de incertidumbre; no puedes estar en misa y repicando: ese es el chiste.
—De acuerdo —responde—. Pero entonces, olvídate de las ventas.
Autor: Reyes
Esos personajes tuyos sacados del submundo Almodovariano me encantan, son tan reales cómo estrafalarios, locos e incomprendidos. La Porca me mata. jajaja, pero sobre todo me parece tan infantil y demencial su plan que no puedo por menos que secundarlo.
Me encanta este relato. Me identifico tanto con La Porca que es que me veo yo haciendo esas cosas. Y es que sabes, a veces en la vida hay que ser un poco maluco y desobediente y reírse un rato. En fin preciosa, que me encanta siempre leerte y que es un gustazo verte cocinar estas fumadas mentales mientras estamos en casa. No dejes de escribir nunca por favor te quiero mucho mucho❣️❣️
Creo que me fumé un porro antes de empezar a leer ¿o cuándo estaba leyendo?, pero he terminado con ganas de vender mis libros en el autobús.
¡Un saludo!