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Desde que tengo memoria, yo he sido la encargada de despertar a mamá. Lo hago de la forma más delicada que puedo: me lanzo sobre su cama y le acaricio el rostro hasta que murmura una maldición. Otra vez va tarde al trabajo. Eso le pasa por ignorar las alarmas.

—Ya voy, mi reina.

Mis hermanos están muy tranquilos, todos en silencio, como si desayunar fuera un ritual solemne. Olga asegura que jamás se partirá una uña en la cocina y Edgar… bueno, a él siempre lo dejamos en paz.

—¡Ya está el desayuno! —grita mamá, agitada y con prisa.

Olga camina a mi lado, impecable como siempre, pero yo no pierdo la oportunidad y salto sobre ella cuando me da la espalda. Ella responde de inmediato, intenta quitárseme de encima, pero yo la agarro del cabello.

—¡Mamá! ¡Agatha me está molestando!

—¡Agatha! ¡Deja a tu hermana en paz!

Retrocedo con una sonrisita, y cuando mamá se voltea, aprovecho para empezar el segundo round.

—¡Mamá…!

Me voy riendo a mi plato mientras Olga sigue con sus quejas, haciendo ese sonido que me deja saber que está molesta. No me importa. Edgar sigue comiendo en silencio, como si fuera lo único que le interesara en el mundo.

—Niños, hoy llegaré tarde. Edgar, mientras no esté, tú eres el mayor; haz algo para que tus hermanas dejen de pelearse.

Edgar asiente sin levantar la vista del plato. Mamá empaca su desayuno y sale de prisa, abriendo la puerta de golpe. El ruido de la calle invade la casa. Abandono mi plato y salgo corriendo, en busca de aventuras y libertad.

—¡No, Agatha! ¡Cuántas veces te he dicho que no debes salir! ¿¡Qué pasa si te pierdes!?

Mamá me arrastra de vuelta a la casa. Me encojo de hombros y miro al piso. Me encanta salir, revolver las hojas que alguien deja en el parque y saltar todos los obstáculos. No puedo quedarme quieta. La puerta se cierra, y quedamos los tres.

Olga pasa el día arreglándose como si siempre estuviera a punto de salir, aunque nunca lo hace. Edgar se queda en su rincón, probablemente a dormir. Me acerco y le pregunto si quiere jugar, pero apenas comenzamos recuerdo por qué no suelo invitarlo. Es brusco, enorme, y en un instante me tiene enredada en un combate de lucha libre que termina lastimándome.

Edgar habla poco, y menos de su pasado. Sus cicatrices no me asustan, pero Olga siempre las evita con la mirada. Mamá le recuerda a veces que él andaba con chicos malos en el barrio, y dice que gracias a Dios dejó de ser pandillero. Ahora está contenta con que solo se quede en casa, para comer y dormir. Yo le pregunto sobre sus aventuras, pero siempre responde lo mismo:

—Eres muy pequeña para esas cosas.

Me molesta que todos me traten como una bebé, y hoy demostraré que no lo soy. Al cabo de un rato, cuando nadie me mira, me escabullo por una ventana abierta. ¡Sí! El mundo es mío, solo tengo que atreverme.

Miro alrededor, tratando de recordar dónde estaba el parque. ¡Palomas! ¡Me encanta perseguirlas! ¡Vengan acá, no les voy a hacer nada! ¿Por qué huyen de mí? Ratas con alas. Al cabo que ni quería atraparlas. Veo unos chicos jugando en la calle y me acerco. Al principio me miran con recelo, pero me animo a dar el primer paso y pronto estamos corriendo juntos.

Jugamos en libertad, sin preocuparnos por no romper los adornos de mamá… otra vez. Es que el vidrio es muy frágil. Corremos de un lado a otro en un juego de “tú las traes”. Nadie es más rápida que yo. Sin darme cuenta, me he alejado de la casa. Ya no sé dónde está el parque. Les pregunto a los chicos, pero ellos parecen más interesados en revisar una bolsa en la calle que en seguir jugando.

—¿Qué hacen? —pregunto acercándome a uno.

—Buscamos comida.

—En mi casa hay mucha comida. ¿Por qué no van a sus casas a buscar?

—No tenemos casa.

Me siento triste. No había notado lo sucios que estaban estos niños con los que he jugado hasta ahora. Empieza a oscurecer y hace frío.

—Si quieren, les puedo dar comida en mi casa.

—¿Dónde vives?

Es una excelente pregunta. El estómago me empieza a rugir, y miro a todos lados, sin saber qué dirección tomar. Me acuerdo de mamá diciéndome que no debía salir sola.

De pronto, un señor asoma la cabeza entre la basura, y los chicos salen corriendo. El hombre se acerca a mí, frunciendo el ceño. Yo me quedo paralizada, sin saber qué hacer. Él nota algo raro en mí.

—¿Estás perdida, pequeña?

Lo único que puedo hacer es asentir.

—¿Dónde está tu casa? A ver… Ah, ya sé. Ven conmigo.

El amable señor me lleva a su casa, y está cálida. Me da de beber y de comer. La hora de la comida había pasado hace rato, pero no importa; igual soy la reina de mi casa.

—Ya llamé a tu mami. Se sorprendió mucho de que te escapaste de casa. Le has dado un gran susto.

Después de comer, me da sueño, y cuando abro los ojos, mamá ya está ahí.

—¡Agatha! ¿Por qué te saliste de la casa? ¡Me tenías muy preocupada! ¡No puedo salir un momento porque te escapas por la ventana! ¡En la casa tienes todo! ¡No puedo creer que hagas esas cosas! ¡Gracias a Dios que no te pasó nada! ¡Gracias, señor, no sé cómo agradecerle!

—No se preocupe, suele suceder.

De vuelta a casa, Olga me recibe:

—Pensé que me había librado de ti; parece que no tengo tanta suerte.

Mi hermano, como siempre, no dice nada. El día transcurre igual. Juego con Olga, aunque ella ni me mire, hasta que empieza a gritarle a mamá. Al caer la noche, todos vamos a dormir.

Despierto a mamá una vez más. Otra vez se le ha hecho tarde.

—Gracias, mi reina.

Empiezan las prisas y las maldiciones una vez más. Olga se arregla, Edgar no sale de su rincón. Hoy me pregunto a dónde iré; quizá pueda encontrar de nuevo al señor amable y probar otra vez esa comidita tan rica del día anterior.

—¡Niños, el desayuno!

Salgo corriendo y me estrello con Olga accidentalmente a propósito. Edgar deja ver una sonrisa.

—Agatha, no vuelvas a salir. Quédate en casa, como tus hermanos. Sé que te gusta la calle, pero es peligroso y algo malo podría pasarte.

Me acaricia el lomo y ronroneo. Da igual lo que diga porque no la puedo entender. Me preparo y una vez que abre la puerta salto y me dirijo a una nueva aventura mientras mamá grita sus maldiciones.

Autor: Alex Pallares

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