Tu mejor versión

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Tiempo de lectura:7 Minutos, 31 Segundos

(Este relato lo escribí por inspiración tras leer el relato “cabeza de turco” de Nacho, como una continuación. ¡Gracias, Nacho! Ojalá te guste).

Se abre la puerta y entra Ella, La Araña. En la sala se hace el silencio, y todos damos inconscientemente un paso atrás. Es un efecto curioso, como ver una ola tímida retrocediendo. Ella sonríe bajo su máscara —lo sé porque puedo sentirlo aunque no vea su rostro, imagino que igual que el resto de mis compañeros—, y pienso que debe de producirle satisfacción ser recibida así, con un respeto incuestionable, casi como si todos sus obreros estuviéramos programados. Dios, ¿acaso lo estamos? No lo sé, pero esa sonrisa oculta y fría me estremece.

Es la primera vez que tengo a La Araña frente a mí de cuerpo presente. Pero siento como si la conociera desde hace mucho tiempo y, de hecho, tengo la absurda certeza de estar unido a ella de forma irremediable, de haber firmado con ella un pacto de sangre que no recuerdo.

Berto Mallers, el segundo al mando supuestamente (aunque no llega al nivel de grumete en este barco, ni muchísimo menos podría ser considerado el lugarteniente de Ella), es el primero que se anima a moverse. Da tres pasitos hacia La Araña e inclina la calva cabeza suavemente en un gesto de sumisión formal, controlada aún. Después, tiene la galantería de tomar entre las manos sudorosas la bolsa que sujetaba Ella en su garra derecha. Un saco voluminoso que podría, por qué no,  pertenecer a algún Santa Claus despistado fuera de horario.

—Bienvenida, señora —le susurra en un tono que da asco. Este hombre lamería baba y excrementos de caracol si Ella se lo pidiera, se nota.

La Araña jefaza eleva la garra enguantada en ademán de: “ya basta de chuparme el culo, soplapollas”, y se acerca despacio, silenciosa, a la mesa larga donde están preparadas las copas de champán. Toma una con elegancia y cuidado; observa durante unos segundos las burbujas doradas y luego, sin previo aviso, gira la cara lo justo para centrar su mirada en mí.

Siento el tres de espadas del tarot en mi corazón. Tres hojas como agujas heladas atravesándolo, paralizándolo hasta el nivel de anestesiar el propio dolor. ¿Cómo soy capaz de devolverle la mirada sabiendo que ya no me late el corazón? No me ha matado, creo; sólo me tiene atrapado y ahora soy el elegido, tal y como temía. Pero aún sigo vivo, lo sé porque estoy aquí.

Ella no me dice nada. Permite que la observe, que me fije en los contornos tortuosos de su máscara. Es una careta horrible y realista que parece confeccionada en piel humana; es el rostro de una mujer deforme con la cara rota y surcada de cicatrices. Sus rasgos me recuerdan vagamente a los de Susi de recepción… en verdad no sé por qué; ha de ser una broma de mi cerebro porque Susi es hermosa, no como la monstruosidad que está frente a mí. Susi tiene dos ojos azules y no seis, y su nariz es preciosa y pequeña, no un colgajo de piel sobre dos orificios, como en esa máscara. Por cierto que se rumorea entre los cubículos de venta telefónica —los de la sala justo al lado, donde veintidós trabajadores se dejan la piel sin descanso— que Susi tiene puesto fijo en recepción gracias a su habilidad comiéndole el coño a Ella. Este último pensamiento me turba porque siento que La Araña es capaz de leerlo en mi mente… y no puedo evitar ahora tenerlo clavado y fijo como una escena que se repite, una escena en la que Ella descubre múltiples vaginas dentadas y hambrientas cuando se levanta el vestido.

Trato con desesperación de romper el contacto visual con Ella. Lo consigo, anclando la mirada estúpidamente en un punto al azar, que resulta ser el látigo de piel de serpiente que reposa junto a la puerta que da a la sala de los cubículos. Oigo a los trabajadores a través de esa puerta cerrada; sus voces, su engañoso tono alegre de quien está dispuesto a venderle un bote de pollas en vinagre a Nacho Vidal. Envasadas al vacío y cruelty free, por supuesto. Estoy tan zumbado que al instante siguiente creo escuchar mi propia voz ensalzando las cualidades de una batamanta, y de repente no comprendo qué hago aquí en la sala de reuniones frente a La Araña, a punto de celebrar un qué sé yo con todos mis compañeros.

Me siento mareado, como si al mismo tiempo estuviera al otro lado de esa puerta contra la que reposa el temido látigo y aquí. Cierro los ojos por un momento, y frente a mí explota la imagen de la pantalla del ordenador que tendría delante si estuviera trabajando; pasa fulgurante y oigo una voz quejosa de mujer al otro lado de mis auriculares —”Pero yo mido 1,50, seguro que me la pisaré cuando camine…”.  Cristo, ¿me está hablando de la bata-manta o de Nacho Vidal? Ha de ser la batamanta, supongo—; oigo la risa enlatada de Gerardo, mi compañero de al lado, antes de decir “hala, taluego, buenas tardes” y cortar la llamada.

Cuando vuelvo a abrir los ojos, el rostro enmascarado de La Araña está a centímetros del mío. Ella es conocedora de todo lo que me está ocurriendo, lo sé porque me mira con suficiencia.

—Mi querido empleado del mes —murmura con cariño venenoso—. Ha costado muchos intentos, pero ya sabe: antes de lograr una obra de arte, mil bosquejos y borrones hay que hacer.

Le indica a Bertito que abra la bolsa y reparta su contenido entre todos los que estamos en la sala. Lo que hay en la bolsa deben de ser regalos. Una vocecilla dentro de mí susurra que este reparto es una simple tradición en la empresa, el típico ritual de siempre cuando por fin han hecho fijo a un empleado.

Has de saberlo —carcajea mi propia voz dentro de mí—. Tú lo firmaste. Te pareció una excelente idea, y de hecho lo es.

Observo cómo Berto reparte los regalos al azar, acatando la orden silenciosa de Ella, quien le sigue con regocijo ansioso en la atenta mirada. Lo que Berto va sacando de la bolsa son máscaras. Máscaras deformes y gelatinosas como la que lleva La Araña ahora mismo.

Le da una a Susi, otra a Marian de contabilidad, otra a Alberto de recursos humanos. Dios, por qué siento que ya he hecho esto antes, sin que el homenajeado fuera yo.

Berto reparte todas las máscaras. Todos tienen una, menos yo. Uno por uno van ajustándose esa maldita careta de carne al rostro, y todos parecen felices de hacerlo. Se alegran por mí. Pacho el del bar incluso me da la enhorabuena, y en ese momento… en ese momento me doy cuenta de que Pacho está llevando una máscara deforme de mi propia cara. La boca parece cosida a un lado de la mejilla, los dientes cruelmente clavados entre costuras; en el entrecejo un bulto enorme rodeado de pústulas y salpicado de mechones empegostados de cabello, pero no hay duda: es mi cara.

La máscara de Susi también es mi rostro. Eso sí, después de que le hubiera pasado un tráiler por encima o algo peor. El propio Berto lleva puesta mi cara sin ojos y con un orificio en la frente que parece un culo. Por dios, qué está pasando.

Todos llevan mi cara en diversos grados de fracaso, deterioro y descomposición. Todos menos Ella, La Araña, que no se ha despojado de su careta preferida. Alza su copa y propone un brindis.

No te hagas el asustado ahora, tontito. Lo sabes perfectamente. Tú lo firmaste.

Has visto esta misma mañana todos los cuerpos sin cara, todos los cuerpos fallidos que cuelgan del techo en el sótano, algunos todavía sumergidos en formol. Tu genética no fue fácil de copiar, pero mírate, ¡por fin has visto la luz! Eres perfecto.

—Eres perfecto —murmura La Araña. Parece que se contiene para no tocar mi cara de verdad. Mi cara—. Bienvenido a la empresa. Ahora ni te enterarás de que trabajas. Todo el tiempo del mundo para tu esposa, tu casa, tus hijos, viajar… Ni siquiera tendrás que venir al edificio a diario, porque El Otro jamás saldrá de aquí.

Me fuerzo a sonreír. Todos me miran. Me aplauden.

Sé que esto que acaba de decir Ella es cierto. Sé que, a partir de ahora, será El Otro el que trabajará sin descanso por mí, el que temerá respirar pensando en el látigo. El otro yo.

—Teletienda infinita, ¿en qué puedo ayudarle?

Busco agarrarme a algo para no caer. Esa ha sido mi propia voz, sonando al otro lado de la puerta con toda claridad. Juvenil, desenfadada, como si jamás su portador hubiera tenido problemas. Ese es el otro.

—Por supuesto que aún tenemos el set de cuchillos Diamond Blade, pero lamento decirle que está a punto de agotarse…

Me siento morir. ¿Ese es el otro?

Autor: Reyes

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Reyes

3 comentarios en “Tu mejor versión”

    1. jajajajaja ay, yo disfruté muchísimo escribiéndolo!!
      Sí tío, la verdad es que tomarnos estas licencias es de lo mejor que tiene el proyecto, y bueno, sin pretender ponerme dramática en absoluto pero es que por cosas así es inmortal Literanoicos (está vivo, no es un panel más donde se pegan o suben escritos, etc); se construye a sí mismo, no puede morir.
      Gracias por todo esto. ;***

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