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Decía Santo Tomás que toda aquella persona dotada de un humor melancólico incontrolado que le hace perder la razón es un energúmeno y achacaba estos cambios de humor y descontroles a la posesión de su alma mortal por el demonio. ¿Cómo sino se explica que Don Armando, un alma caritativa y bondadosa siervo del señor, en su paseo por el partió reparta semejantes pescozones sin razón a los querubines que se cruzan en su camino? 

Es Don Armando un hombre por lo normal apacible, grande como un buey y tozudo a la par. Iba para cura, su madre, una mujer pequeña y reseca cual sarmiento de vid toledana, le había preparado para ello. Su habitación siempre fue austera, un crucifijo, una mesilla junto a un estrecho camastro con una pequeña y triste lampara de latón y un sobado catecismo releído mil veces le acompañaron de la niñez a la pubertad. Estaba más en la iglesia que en el campo de futbol, asistía en la misa cómo monaguillo y perseguía constantemente al Padre Juan imitando todos sus actos y repitiendo en baja voz sus palabras con absoluta devoción. Don Armando nunca fue niño, tan solo un pequeño cura en potencia. En cuanto tuvo edad entró de seminarista en Salamanca, fue la etapa más feliz de su vida, el pequeño cuarto en el que se alojaba era una mansión comparado con su habitación en la casa familiar que era poco más grande que un armario empotrado. El joven Armando irradiaba luz y felicidad; hasta ese primer día de Cuaresma, el Miércoles de Ceniza, que Armando había estado esperando con beata impaciencia ya que terminaba el Carnaval y se iniciaba el periodo de ayuno, abstinencia, redención y recogimiento, estado natural en el que él se encontraba cómodo de verdad.

Había pasado la mañana, mucho antes que el gallo se quitara las legañas, quemando los ramos del domingo de pascua del año anterior y guardando las cenizas que se utilizarían para ungir a los fieles en un recipiente de barro. Remiau, el viejo gato del convento, llegó con el rabo en periscopio, sibilino y traidor como siempre, y pasó rozando el recipiente con el lomo. Armando le regaño y apartó con un suave gesto de su manaza, esto molestó al gato que había cogido gusto al roce con el cuenco y, despues de un maullido de desafío, volvió a retar a Armando restregando nuevamente el lomo contra el recipiente de las cenizas. Ya casi había pasado de largo cuando en un último movimiento de lívido felino su rabo golpeó el cuenco volcando todas las cenizas en el suelo. Algo se rompió en Armando, su cara cambió el gesto, sus dientes rechinaron de ira, sus ojos se llenaron de sangre acumulada desde la niñez y cogiendo al pobre Remiau por el rabo lo volteó y lo lanzó por encima de la tapia del convento. Otros estudiantes que estaban junto a él en el patio acudieron horrorizados a calmarle, pero salieron de allí golpeados y con alguna nariz rota y ojo morado gritando de pánico ante el pandemónium que se les venía encima. Hicieron falta varios hombres para reducir a Armando y ninguno salió ileso de la pelea.

Despues de eso Armando fue expulsado. Ese miércoles la ceniza fue el futuro de Armando. Nunca más volvió a reír ni a ser el mismo gigante bonachón. Se convirtió con el tiempo en Don Armando, el energúmeno. Terminó a duras penas los estudios y consiguió trabajo de bedel en el colegio. Don Armando, el endemoniado. Patrullaba los recreos y aterrorizaba los pasillos en las entradas y salidas de clase. Don Armando el indignado. Hasta que un día uno de los niños se rebeló ante uno de los habituales pescozones recibidos y la manaza de Armando se disparó contra su cara lanzando al pequeño a varios metros. El patio se revolucionó, cómo en la anterior ocasión otros profesores acudieron y un nuevo fin del mundo se desató en el colegio. Finalmente, la policía consiguió reducirle y llevarle a comisaría donde le encerraron en una celda esperando levantar atestado con el juez. No fue necesario, cuando Armando volvió en sí no pudo soportar más al demonio que llevaba dentro, así que introdujo los pulgares por la cuenca de sus ojos y presionó el cerebro desde dentro hasta que la total oscuridad apagó la luz de Samael. Cuando el juez llegó poco más pudo hacer que levantar el cadáver tras vomitar el café con churros que había desayunado esa mañana. 

Así acabó la historia de Armando, Don Armando, el exorcizado.

Autor: Ignacio Chavarría

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Ignacio Chavarria

2 comentarios en “Miércoles de ceniza”

  1. Qué buen relato. Para mí refleja una comprensión profunda de lo humano.
    Cómo no empatizar con un energúmeno si yo misma lo he sido (como también he sido el gato y el niño que se rebela contra la colleja injustificada).
    Algunos somos víctimas de nosotros mismos en pequeño o infinito grado. Compadecer y justificar no es para nada lo mismo. Lo más probable es que uno sienta compasión por alguien que cometió un acto horrible, igual que por los afectados, al saber toda la historia. Y sólo un excelente narrador cuenta toda la historia.

  2. Si, tendemos a juzgar muchas veces sin conocer y todo tiene su cara A y su cara B. Creo sin embargo que la maldad, como tal, existe, que hay gente que está rota y tiene la necesidad de hacer daño a los demás. Gente tóxica, gente violenta, pero … ¿Cómo llegó ese niño a ser ese adulto?. ¿Ya tenía la semilla del mal o algo o alguien la plantó y luego se fue regando con desengaños, golpes y vejaciones? ¿Justifica lo que le pasó su comportamiento con los demás?

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