He llegado andando, atravesando como siempre el estrecho callejón, cruzando el túnel del tiempo hasta los años de mi infancia, incluso me parece sentir el frio en las piernas desnudas y el ardor en las rodillas lastimadas a diario en el descampado que había tras el bloque donde vivía entonces ahora ocupado por unos grandes almacenes. Me parece incluso oler los aromas de la churrería que había al final de la calle impregnando desde primeras horas de la mañana todo el barrio con los vapores edulcorados exhalados por su pequeña chimenea. Han pasado más de cuarenta años y evidentemente nada es igual, pero casi todo permanece, la esencia de lo que fue pintado en mis pupilas con el tamiz de mis recuerdos.
La pared maltratada por el tiempo y picada de humedad, ya entonces era así; si ha sufrido en estos años ha sido cómo añadir arrugas al ajado rostro de un abuelo centenario. Las puertas de madera están cerradas y los cristales aparecen sucios y rotos donde antes se mostraban revistas y tebeos. En el suelo se amontonaba la prensa del día y el mostrador rebosaba de golosinas y juguetes. Allí compré mi primera peonza, allí gasté cada domingo la paga en sobres llenos de indios, vaqueros o soldados que servían a distintas banderas y que yo que ponía a marchar en la alfombra del salón en cuanto llegaba a casa.
Paso la mano por la madera pulida por el tiempo, la lluvia y el viento, a través de los cristales puedo ver el interior donde se acumula basura y suciedad. Ya era mayor Doña Luisa entonces, la recuerdo sentada en su banqueta al lado de la pila de periódicos y la mesita plegable donde se mezclaban los caramelos y chicles con los paquetes abiertos de cigarrillos al por menor y la deslucida cajita de puros con las monedas para el cambio. Doña Luisa era pequeña, gordita y feliz, siempre con los mofletes sonrosados, con su mandil a cuadros con dos bolsillos en el pecho llenos siempre de pañuelos con florecitas, las piernas colgando del taburete arrastrando las puntillas en un vaivén continuo. Creo que la mujer vivía de las sonrisas y ojos ilusionados de los niños que comprábamos allí. Cómo la bruja de las golosinas ella se alimentaba de nuestra alegría y se bañaba en el jolgorio infantil de los domingos despues de la misa en la iglesia de San Martín.
Juego con la pequeña llave en mi bolsillo, he conseguido, a cambio de un puñado de billetes de dudoso valor para mí, el traspaso de un negocio que no existe desde hace años. Mi mente se ilusiona con cada rincón del pequeño kiosco, idea posibilidades y fantasea con lo que será la futura librería de viejo del callejón.
Abro por primera vez esa puerta que espera hace años ser abierta, en el suelo hay una banqueta tumbada; la banqueta de Doña Luisa, la pongo en pie y me siento. Fuera las campanas de la iglesia llaman a misa y su estridente canción retumba en las estrechas paredes mientras los fieles caminan con sus mejores galas desde la calle mayor hacia la plaza de la iglesia pasando por el callejón frente a mi futura librería.
Autor: Ignacio Chavarría