El patio de mi casa es particular

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El zumbido estático de las lámparas sobre su cabeza al ser encendidas marcaba el inicio de un día y otro. Sonrió con los ojos cerrados, aun sin mirar los herrumbrosos paneles que cubrían la pared frente a sí: aquel día sería diferente. No sólo lo sabía y lo sentía en el aire, sino que además podía oír con claridad el ajetreo de los preparativos en la granja. Aquel día, por fin, comenzarían los festejos tan largamente esperados durante el resto del año, con ese acto de apertura tradicional y gozoso que llamaban «la Matanza». La Matanza de las bestias.

Dolorida, se giró sobre el lado izquierdo para incorporarse y gatear. Con la mirada aún borrosa, el campo visual interferido a causa de la hinchazón en ambos párpados, se arrastró por el suelo hasta arriba de mugre buscando agua. No se movía desesperada por ceder al tormento de la sed, sino para lavarse en la medida de lo posible. Unas gotas procedentes de alguna manguera mal cerrada, o a lo peor un charco de barro, iban a ser sus únicos aliados para presentar mejor aspecto, y desde luego no iba a desaprovecharlos.

Ahogó un gemido de asco porque el barro era hediondo. El acto de extenderlo por su rostro tenía un componente catártico en absoluto desdeñable. Quizás incluso aquella tierra estaría mezclada con deposiciones y orina de sus compañeros de encierro; algunos no lograban contenerse lo bastante para no defecar donde todos comían, especialmente los que aún estaban enloquecidos por el miedo. Ella no podía sentir otra cosa salvo compasión por ellos, pues, para su suerte, había superado esa fase hacía meses.

Se echó el empegostado cabello hacia atrás, forzando la vista para mirar alrededor. Chorretones marronáceos caían por su frente y por sus mejillas, surcándolas de lágrimas de auténtica mierda. Rio en voz alta sin controlarse, por primera vez deseando no pasarle inadvertida al Siervo que se le acercaba como silueta difusa látigo en mano. Pero, por desgracia, este la ignoró y siguió caminando como quien oyera llover.

Su piel amoratada protestó cuando ella volvió a ponerse a cuatro patas para dirigirse al centro del recinto. A pesar de la fatiga, aquel día de bonanza no estaba dispuesta a quedarse en el rincón de siempre. Se había esforzado tanto durante los meses previos para que la eligieran, para presentar un aspecto lustroso, que había llegado a devorar entre arcadas su propio vómito. Aquella bazofia con la que las bestias eran alimentadas tenía un sabor y una textura deleznable; tanto era así que apenas se notaba la diferencia cuando venía recalentada tras haber pasado por un estómago.

El cuerpo entero dolía, deformado en cicatrices y golpes, pero el dolor que realmente laceraba era otro mucho peor: el producido por la culpa.

A diferencia de la pena por la pérdida y del arrepentimiento acolchado, la culpa era activa y cáustica. Quemaba y devoraba por dentro de forma insoportable y sin descanso. Pero aquel día, si Dios quería, si Dios seguía existiendo en aquel infierno, por fin cesaría ese dolor. Y ella sabía que existía Dios; certeza que era penosa pues, ¿qué decía ese ser superior, presunto padre putativo de todas las criaturas? Dios le decía cada día, desde que se encendían las hileras de lámparas titilantes, que ese dolor no iba a parar; no iba a destruirlo ni siquiera la muerte, porque ella no merecía que parase. Dios decía, a cada segundo que transcurría en su interior, que ella merecía padecer. Le escuchaba desde dentro. Ella merecía padecer, y por eso estaba Él permitiendo que aquella maldita granja existiera: porque esas filas de lámparas zumbantes tenían que ser las únicas estrellas que las bestias vieran, y el olor repulsivo del cieno lo único que les entrara por las fosas nasales. «Expiación», decía Dios, una y otra vez. Pero aun así, ella mantenía la secreta esperanza.

A diferencia de sus compañeros de calvario, nuestra hembra no veía con malos ojos la granja de suicidas de Azazel. Ella había cometido tan horribles actos que jamás idealizaría a la raza humana. No era que pudiera pensar con claridad cristalina tras aquellos muros, pero suponía vagamente que, cuando la culpa que uno sentía era infinita, el sufrimiento infinito era lo único que le quedaba a uno. Así que todo tenía sentido.

De pronto un golpe contundente en el lomo le cortó la respiración y todo se fundió a negro. Antes de caer inerte, sus labios se fruncieron en una sonrisa y en sus ojos brilló un destello de comprensión. Los Siervos casi siempre actuaban por la espalda, como ese que en aquel mismo momento le colocaba el yugo y el lazo al cuello sin atisbo de delicadeza. Sucumbió rápido y se dejó arrastrar hacia la ardiente luz del sol, pensando que había mostrado bien los encantos de su carne torcida, que todas sus maniobras habían tenido éxito al final.

Segundos antes de perder la consciencia, pensó que despertaría atontada en la decorada plaza, donde los Siervos la colgarían cabeza abajo entre gritos de júbilo para que el mismísimo Azazel le cortase la cabeza. Su sangre caería ruidosamente como lluvia torrencial dentro del barreño metálico, y su cuerpo sería despiezado y aprovechado hasta los andares. Tal vez ella misma sentiría y vería todo, ¿quién sabía al fin y al cabo sobre los misterios de la primera, segunda o tercera muerte?

Sin embargo, cuando abrió los ojos en el patíbulo festivo, la bestia premiada no logró sonreír. Se vio a sí misma tras atravesar la última trampa, en el espejo mágico de la realidad propia. No era víctima ni siquiera en el matadero; nunca lo había sido, siempre había sido bestia y sabía por qué. Imágenes de sus actos y sus víctimas desfilaron ante sus ojos velados, abiertos en paroxismo de terror.

Cuando la culpa es infinita, sólo le queda a uno el infinito pago, el infinito dolor. Pero ella no iba a poder pagar más. La muerte le arrebataría esa posibilidad, y en aquel mismo momento se daba cuenta de que pagar no fue nunca un derecho. Porque una bestia no tenía derechos. Porque los derechos habían sido borrados por su propia conducta. ¿Cómo había podido luchar por el indulto de la muerte si lo que menos deseaba para sí era el perdón?

La bestia era ella y no los matarifes. Y ahora que iba a recibir el inmerecido descanso, habiendo renunciado a la tortura infinita, el mal causado por innumerables errores cometidos volvería a vencer. Aquel instante de angustia por comprender sería eterno para ella, tanto como la certeza de que ni siquiera ese punto álgido tendría el poder de revertir o reparar el dolor que causó.

Entre la multitud borracha y enfebrecida de fiesta, distinguió con horror la mirada serena, dorada y compasiva de su víctima. Y recibió, una vez más, el pálpito inconfundible de amor sin límites, definitivo, insoportable, que siempre había habitado aquellos ojos vírgenes de odio.

Autor: Reyes

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Reyes

2 comentarios en “El patio de mi casa es particular”

  1. Retomando lecturas que necesitaba releer he llegado tras las vacaciones a esta maravilla de relato. La primera vez que lo leí lo hice de un tirón, aguantando la respiración hasta el deseado y liberador final que se veía venir, esta vez no ha sido diferente. ¿De donde viene la culpa que atormenta? entiendo que de múltiples reencarnaciones y entiendo que dentro de la creencia del karma y la reencarnación todos tenemos mucho que penar y mucho que limpiar en nuestras negras almas.
    Me duele el entorno, porque sé que es real, porque veo esos camiones en la carretera llenos de animales hacinados camino a su liberación y me siento culpable porque soy parte de la rueda que los maltrata. Hemos hecho rutinaria la muerte, no solo la aceptamos en los mataderos, no solo apilamos los cadáveres procesados en las estanterías de nuestros supermercados y la llevamos a nuestra mesa, también la mostramos en telediarios a nuestras almas acorazadas, guerras, asesinatos, desastres, muerte envasada y edulcorada, sin olor a podredumbre, pulcra muerte manipulada. Y yo soy tambien culpable.

    1. Querido Nacho,
      de verdad gracias por leerme y también por comentar.
      Entiendo lo que dices. Hemos llegado a un patio que está muy mal. Hay cosas de la especie humana que avergüenzan y uno no ve sentido a muchas otras. Hace dos días comentaba con una amiga que trabajó conmigo en la residencia cómo normalizamos el hacinamiento, el negocio del concepto «macro-residencia», las condiciones infrahumanas (el día que abramos la boca salimos en la tele) y la evidente falta de amor para con la necesidad ajena. Te sientes parte de eso y cómplice por alimentarlo, pero claro, «hay que pagar facturas», «hay que trabajar». Te intentas «consolar» (es egoísta) pensando que al menos haces todo lo que puedes lo mejor que puedes (¿Todo? ¿seguro? Denunciar es lo que habría que hacer, piensas, y al momento el miedo de las represalias). Pienso que me cortarán la cabeza algún día como a Stark, si decido no callar, y para qué serviría (pues no lo sé, pa qué sirvió la crucifixión ¿¿??).

      Esta reflexión la escribo desde tu comentario por inspiración con lo que has dicho.

      Pero sabes, no te vas a creer. Este cuento de la granja de suicidas existe porque yo no supero haber pegado a mi perro (a un perrito que tuve, que ya no vive desde hace años). Los ojos vírgenes de odio son los suyos, y la suicida propiedad de Azazel soy yo.

      Quizá perdonar a otro, dejar ir a otro resulta más fácil. Pero contigo mismo puede haber cosas que desde tu corazón eliges no perdonarte. Quizá lo más productivo sería «no olvidar»; no olvidar eso que uno hizo para jamás repetirlo. Perdonar/liberar puede ser un proceso muy complicado si estimas que no mereces paz…

      Un abrazo.

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