Hay un amigo en mi

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El coche había tenido la culpa. Aquel pequeño escarabajo azul que parecía no haber roto un plato en su vida. Por supuesto desentonaba con el maltratado muro lleno de pintadas contra el que Tina Calderón lo había dejado a la espera, y no digamos con el descampado adyacente y el poblado de chabolas. 

Tina vio que Fabián sonreía y le dio un tierno empujoncito hacia el vehículo. Sin ella pretenderlo, el escarabajo siempre terminaba siendo su baza definitiva: era, a todas luces, el coche de una buena persona. Había algo amistoso en él que acallaba la prudencia y deslumbraba siempre a los más pequeños, pobrecitos. Aunque realmente ella tenía las mejores intenciones, ¿cierto? Después de todo les hacía un favor.

—Anda, Fabián —susurró—. Sube al coche. ¡Tu día de suerte ha empezado!

Les hacía un favor, sí. Y por su parte tomaba algo a cambio. Todos ganaban.

—Mi abuelo se preocupará —titubeó unos instantes Fabián, la mirada aún clavada en el cochecito azul.

Tina rio.

—¡Tu abuelo ni se dará cuenta! Te traeré de vuelta antes de cenar. Sólo necesito que me acompañes a hacer unos recados; luego iremos de compras y merendaremos en el VIPs. Tortitas con nata, ¿recuerdas?

—Oh…

Escarabajo azul, tortitas con nata, ropa y juguetes nuevos. Era obvio que aquella propuesta sería imposible de rechazar para un pobre niño huérfano de diez años a quien la vida le había puesto en aquel barrio infecto.

 La sonrisa de Tina se amplió cuando él retomó su camino hacia el escarabajo azul pasito a paso. Ah, caray, era cierto que todos ganaban: Fabián no volvería a pasar hambre, y ella tampoco.

—De prisa, de prisa —le pinchó con una pequeña carcajada—. Mañana vendrán a comer mis sobrinos y tengo que apresurarme para tener todo preparado.

El niño echó a correr riendo y subió al coche. Tina lo había dejado abierto. 

Ella abrazó su bolso de diseño contra la blusa de cuadros y le siguió a alegres zancadas para sentarse al volante. 

—¡Ponte cómodo, grumete! —canturreó—. Abróchate el cinturón. 

—¿A la vuelta puedo sentarme delante como los chicos mayores?

—¡Por supuesto!

Tina giró la llave de contacto y bajó las ventanillas. Después de años «patrullando» los peores barrios, tenía claro que aquel coche era una bendición. Hasta Buddy, su perro, se había acostumbrado a la sangre no visible cuyo olor permanecía en la tapicería aún después de limpiar.

—Tengo que coger el talonario de cheques, así que pasaremos por mi casa —informó al niño con voz dulce—. ¿Ves esas montañas azules, Fabián? Yo vivo allí. Está un poco lejos, pero merecerá la pena.

El pequeño miraba por la ventanilla mientras ambos se alejaban del poblado. Sintió una punzada de nostalgia en el pecho, como si algo le dijera que no volvería a ver a su abuelo nunca más. No supo detectar la advertencia, porque no experimentaba sensación alguna de peligro: ¿a quién haría daño una amable mujer de mediana edad, vestida como quien va a misa el domingo y propietaria de un cochecito azul?

—¿Vive en una montaña? —inquirió.

—¡En lo alto de una de ellas! 

—Guau…

—Sin vecinos, sin ruidos, con un sótano enorme para jugar. Una gozada.

Tina se volvió un segundo hacia Fabián para brindarle una sonrisa resplandeciente. Luego, cuando centró de nuevo la vista en la carretera ante sí, tanteó para encender la radio del coche. Movió despacio el dial hasta que tropezó con una canción que hizo sonreír a ambos, aunque por razones distintas:

«Hay un amigo en mí. Hay un amigo en mí…»

Fabián bailoteó discretamente en el asiento trasero, y Tina contuvo una carcajada.

—¿Qué me dices, Fabián? Tú eres mi amigo, ¿no?

—¡Sí! —exclamó el niño sin dudarlo, elevando la voz para hacerse oír sobre el estribillo de la canción.

Tina apretó las enguantadas manos que aferraban el volante. A diferencia de Fabián, ella ya conocía el resto de la historia. O al menos por experiencia intuía lo que iba a suceder, con una posibilidad de acierto tan afinada como sólo tienen los asesinos, incluso aquellos que improvisan. 

Cuando llegasen a la casa mágica en la colina, Fabián se dejaría conducir mansamente al sótano. Se entretendría sin remedio con los juguetes de Quique, el sobrino mayor de Tina, mientras esta revisaba que los cuchillos estuvieran bien afilados.

Sobre las ocho de la tarde, cuando tuviera la gran cocina empantanada, seguro Quique llamaría por teléfono por iniciativa propia. «¡Tía Titi! Mañana nos vemos. ¿Prepararás tu receta secreta de pastel de carne?». «Claro que sí, Quique. Estoy cortando la carne en este mismo momento», respondería ella. Y pensaría en la puerta del garaje que había cerrado con llave, tras la cual dormía el pequeño escarabajo azul —debería ponerle nombre, «Little Blue» o algo así, pero qué mala era para esas cosas—, junto a la ropa y los restos no comestibles de Fabián. Pura cocina de aprovechamiento. Se iba a pasar haciendo croquetas hasta el día del juicio final, pero por ver una sonrisa en la cara de los sobris merecería la pena; ah, sus queridos granujas, eran auténticos terremotos en plena etapa de crecimiento. 

Terminaría de rellenar tuppers sobre las doce de la noche, con suerte. Estofado, pastel de carne, buñuelos, croquetas, caldo de huesos y ojos. Congelaría algunas tarteras, y apartaría un poquito de toda esa delicatesen para satisfacer su glotonería personal, comprobando de primera mano que no había en el mundo carne más tierna y nutritiva. Y entonces, sentada en la mecedora tapizada de flores, ya con el estómago lleno, se permitiría cantar con fundamento aquella canción de «hay un amigo en mí»… sabiendo con certeza que en aquel juego todos ganaban.

Autor: Reyes

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