A la luz de Rigel

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“El tabernáculo estaba entre los hijos de Israel; dentro del tabernáculo estaba el Lugar Santísimo; dentro del Lugar Santísimo estaba el Arca; y dentro del Arca estaba la urna de oro

Juan 1:1

“En el principioa existía1 el Verbo2b, y el Verbo estaba3 con Diosc, y el Verbo era Diosd.

Y el Verboa se hizo carneb, y habitó entre nosotrosc, y vimos su gloriad, gloria como del unigénito1 del Padre, lleno de graciae y de verdadf“.

I- Muriel

“Y estas son las doce señales de Los Elegidos, mis queridas semillas estelares. Los doce cambios en vuestro cuerpo y vuestra mente que, aunque a primera vista pudieran parecer patológicos, os definen sin embargo como almas viejas y especiales con un marcado propósito de vida. De este modo sublime nos despedimos y cerramos la emisión de hoy… Pero no olvidéis, mis queridas almas despiertas, que mañana tenemos una cita a medianoche aquí mismo, en nuestro pequeño rincón de crecimiento personal. A las doce en punto sabremos quién es el ganador del sorteo de esta maravillosa bicicleta de montaña, y luego os daré los cinco tips esenciales para que podáis reconocer a vuestra llama gemela. Contaremos, además, con la presencia en directo del doctor Ugando Meliendre, quien nos pondrá al día de sus más recientes códigos sagrados canalizados por boca del mismísimo Maestro Sananda. Se despide, con amor, Rita Kastrovski: tu influencer espiritual de confianza”.

Muriel abrió el ojo a tiempo para ver a la anciana de pelo teñido que soltaba aquella retahíla infame desde el televisor. Sin embargo, de pronto la risita afectada de Rita fue brutalmente cortada por una cacofonía a todo volumen que habría hecho saltar del sillón al mismísimo Hulk —”Oliesports patrocina este espacio. ¡Oliesports! ¡¡Oliespoooorts!! ¡Siempre contigo! Desde tu casa… ¡Al fin del mundo!”—, mientras ella aún seguía moviendo los labios.

 Esta era la programación a las putas cuatro de la mañana, sí señor. El infierno reservado a aquellas personas con déficit de melatonina, o a las pocas ánimas atormentadas que se atrevieran a permanecer con los ojos (y los oídos) abiertos. Semillas estelares, llamas gemelas y bicicletas de montaña; en verdad el mundo estaba loco y plagado de gilipollas. No caería ya el jodido meteorito de la completa exterminación.

Muriel suspiró y se levantó trabajosamente para ir a por una cerveza. Lo mejor que le podía pasar a alguien en duermevela recalcitrante ante el televisor era volverse imbécil o convertirse en alcohólico, y ella elegiría cada noche lo segundo sin pensárselo dos veces.

Al regresar con el botellín en la mano, vió que el sofá tenía su huella. La huella de su soberano culo, para ser más exactos: una gran depresión geográfica en la tapicería, redonda cual plaza de toros y levemente descolorida gracias a la liberación de gases a ritmo constante. Y seguidamente percibió otra cosa, casi igual de inevitable de ver, que al momento distrajo su atención: el destello de los faros de un coche que estacionaba en la acera al pie de su casa. 

Muriel vivía en un bajo, así que alguien aparcando frente a su vivienda a las cuatro de la mañana era lo más parecido al advenimiento de un O.V.N.I. Con disimulo, corrió cual ninja de ochenta kilos hacia el ventanal del salón y atisbó por detrás de la media reja que lo salvaguardaba, preguntándose quién sería aquel cabrón que osaba romper la paz de la calle desierta.

Vaya panda de brutos eran en el barrio, por cierto. Cada vez que aparcaba alguien delante de la fachada de su edificio, Muriel estaba acostumbrada a oír el rechinar característico de los bajos del coche comiendo bordillo; una barbaridad. Sin embargo, el conductor del simpático mini naranja que estacionaba ahora lo hizo limpiamente y sin rozar la acera ni por un milímetro. Un par de maniobras impecables y voilá; todo un experto, a pesar de que las plazas de aparcamiento a uno y a otro lado estaban ocupadas por sendos camiones de mudanzas que eran la pura versión sarnosa de Optimus Prime.

Muriel estaba cada vez más intrigada. Nunca había visto un cochecito como aquel. 

Casi lo único bueno de vivir en un bajo era que uno se enteraba de todo (hasta de lo que nunca hubiera necesitado saber), y no era que Muriel fuera una maruja, ¡por supuesto que no!, pero al menos reconocía los coches de la gente del edificio. La mayoría de vecinos del bloque eran anónimos para ella, pero sus coches no. El volvo verde con pinta de cascajo milenario pertenecía al dependiente de la floristería en la calle principal; el todo terreno azul, a la rubia desquiciada que llevaba tremenda jauría de niños al colegio los martes y jueves; el megane color champán, al tío que ponía la radio a todo trapo y salía rumbeando a trabajar todos los días a las seis de la mañana, y el jaguar blanco que databa de antes de Cristo y estaba más guarro que las chanclas de un minero, al friki de turno asocial con (probablemente) varios síndromes juntos y asociados en su persona: Diógenes, Hikikomori, Peter Pan, Noé, y hasta el síndrome de Jehová si acaso existiera. Y no, decididamente nadie que Muriel conociera —por lo menos de vista— era propietario de un mini naranja butano como el que acababa de llegar. Así que se pegó a la ventana y siguió observando, con el botellín en la mano derecha y tanteando con la izquierda el bolsillo de su bata mugrienta para agarrar un cigarro.

A través de los gruesos cristales de sus gafas —y de la ventana algo sucia tras la última tormenta del pasado verano—, Muriel vio cómo el coche se detenía. Los faros se apagaron, y segundos después un hombre joven descendió. 

El hombre quedó de pie unos instantes bajo la tenue luz de la farola junto al vehículo, tesitura que Muriel aprovechó para escrutar su figura al detalle. No era muy alto, llevaba el pelo largo recogido en una coleta floja y vestía vaqueros azul claro y una camiseta blanca bajo la cual se le marcaba el tórax. Carajo, dejando aparte que tenía más o menos la estatura de Frodo Bolsón, había que admitir que estaba bastante bueno el tiparraco.

Muriel se dio cuenta, además, de que llevaba un cordón al cuello con un colgante que, para su chasco, no pudo ver con definición. Tampoco fue capaz de calcular la edad del tío en aquel primer vistazo, porque tenía un poco cara de crío o eso le pareció. En cierto modo todo el conjunto resultaba extraño, aunque para nada incómodo de ver.

De pronto, el pelilargo levantó la vista hacia la ventana de Muriel, y esta se quedó tan helada que no dio ni para retroceder. Estaba parcialmente escondida detrás de la reja y la cortina, pero era una mujer grande y su forma seguro resultaría obvia a contraluz. Con el cigarro sin encender entre los dedos (no había encontrado el puto mechero), y el botellín en la otra mano goteando condensación, hizo lo único que se le ocurrió para no cagarla más todavía: quedarse clavada en el sitio y aguardar, con la secreta esperanza de mimetizarse en el ambiente.

Si el desconocido hizo contacto visual con Muriel, debió de ser por un nanosegundo. La sola posibilidad de que esto hubiera ocurrido provocaba el aleteo de mariposas negras y furiosas entre las costillas de la mujer; sin embargo, él se movió en seguida y abandonó el foco de la farola. 

Muriel estaba de pronto tan desbaratada por su propia reacción de pánico y vergüenza que miró absurdamente hacia otro lado, sin preocuparse ya de dónde se dirigía el extraño. Dios, ¿de verdad la había pillado infraganti haciéndole semejante fichaje? “Vamos, Muriel, relájate. Ni que el tío tuviera rayos-X en los ojos para verte el alma por detrás de la cortina”.

Pero lo parecía. Exactamente así, exactamente eso: rayos X en los ojos.

“Además, y qué. En caso de que efectivamente te hubiera visto, tampoco sería tan grave, ¿no? Una cotilla de barrio más en el mundo, pues menuda novedad”. 

Cuando Muriel volvió a mirar por la ventana hacia la calle tras aquel breve diálogo interno, el tipo ya no estaba ahí.

Suspirando y con una sonrisa boba, se dejó caer de nuevo en el sofá. Ah, joder, ahí estaba el maldito mechero, entre el cojín de Mr. Wonderful y la mantita escocesa. Se reclinó contra el respaldo, encendió el cigarro y aspiró una larga calada, los ojos semicerrados detrás de las gafas. Mas poco iba a durarle la relajación, pues, no bien hubo exhalado la primera voluta de humo azul, sonó el telefonillo. 

A Muriel se le subieron las tetas a la garganta. El estruendo como “glu-glu-glu” impertinente, subacuático y a toda hostia había sobrepasado en decibelios con creces a aquella canción asquerosa de Mierdasports del demonio, casi haciendo temblar las cuatro paredes que la cobijaban en su guarida.

II-Rigel

Muriel podía no haber contestado, pero lo hizo. De hecho, se precipitó hacia el telefonillo como si le fuera la vida en ello, presa de un impulso cuyo detonante no se detuvo a identificar.

—¿Quién es? —respondió de carrerilla tras descolgar, los latidos del corazón agolpándosele en las sienes. Le temblaba la mano que sujetaba el aparato, y la voz le había salido cortante, reseca y áspera como la lija.

—Disculpa. Vengo a cuidar la casa de un amigo, pero he llegado tarde y no tengo llaves del portal… ¿Te importaría abrirme?

“¿Y el imbécil este que me tutea como si me conociera de algo? Pero qué coño”. “Qué casa”, “qué amigo”. A Muriel le surgieron bastantes preguntas y eso era lógico, pero, en lugar de formularlas, pulsó de inmediato la tecla negra para abrir el portal. Escuchó con toda claridad el familiar zumbido, y luego el chasquido de la puerta y la voz de aquel desconocido diciendo: “¡Gracias!”. Era una voz amable.

“¿Qué has hecho, imbécil?” se auto regañó al instante. Entreabrió la puerta de su propia casa para cazar al tío mientras subía las escaleras. ¿Y si acababa de dejar entrar a un ladrón o a un asesino? ¿Debería llamar a la policía? Ay, Dios. No funcionaba el ascensor, para variar, así que al menos sabía que el recién llegado no tendría otra ruta de subida posible.

—Oye. ¿Dónde vas? —le preguntó a bocajarro cuando apareció, asomando la cabeza tras la hoja de la puerta y entornando los ojos. Caray, de cerca era todavía más guapo—. ¿Quién es tu amigo? ¿Cuál es su casa?

Daba igual el nombre que le dijera porque, como antes fue mencionado, Muriel no sabía cómo se llamaban sus vecinos a pesar de que ahora estuviera en modo zarigüeya recelosa marcando territorio. El tío podría soltarle que su colega era Paco, Pepe o lo que fuera que a ella no le iba a solucionar nada. Pero aun así preguntó.

El desconocido se detuvo antes de subir el primer tramo de escaleras y le sonrió. Inesperadamente, aquella sonrisa iluminó el rellano entero.

—Perdón —murmuró con voz cautelosa—. Vi luz en tu ventana y por eso llamé. Dime que no te he despertado.

—Que dónde vas, te he preguntado —le cortó Muriel.

Él tragó saliva, si tan sólo por la situación y porque la voz de ella había sonado hostil. Se mordió el labio brevemente y luego volvió a disculparse.

—Perdón, sí. Voy al cuarto piso, a la casa de Israel Bañolas. Está de vacaciones y necesita que le riegue las plantas y me ocupe de los gatos.

Ah, los gatos. De modo que Israel Bañolas era el friki con síndrome de Noé, ¿lo sería? Quizá.

 Los ojos de Muriel bajaron involuntariamente del rostro del hombre hasta su pecho, quedando fijos por un momento en el colgante sobre la tela blanca de la camiseta. Se trataba de una especie de hexágono con círculos en los vértices; una figura geométrica rara que parecía jugar con las dimensiones, a primera vista plana pero de pronto corpórea, y luego plana otra vez. Se mareó ligeramente al mirarlo.

—De verdad, siento muchísimo haberte molestado… —el joven pasó los dedos distraídamente sobre el colgante plateado y luego sonrió de nuevo a Muriel—. Me llamo Rigel.

—No es molestia —graznó ella, retrocediendo un paso sólo porque de pronto sentía las bragas tan húmedas y endebles como el papel de las magdalenas. Joder, ¿por qué eso? No le ocurría en años, ¿cuándo fue la última vez que su cuerpo reaccionó para recordarle que tenía ese tipo de necesidades también? Miraba al extraño con espanto sin darse cuenta, de pronto deseando más que nada en el mundo volver a oír su voz.

Anonadada, se encogió y se replegó tras la puerta entreabierta igual que lo haría un caracol en su concha, y entonces él le tendió la mano de manera espontánea como lo más normal. Seguramente estaba esperando que ella se presentase a su vez, justo en ese momento en que se sentía del todo incapacitada para pronunciar palabra alguna.

—…

Muriel se dio cuenta de que le temblaban las piernas. Ay, ¿pero cómo había terminado en aquel embrollo? Una parte de ella necesitaba urgentemente cerrar esa puerta y volver al lugar seguro en su sofá, pero otra parte, peligrosa e irreverente —y bastante más grande, descomunal de hecho—, deseaba con toda el alma abrirla de par en par y decirle al tío: “Hola, Rigel. Empótrame”.

—Muriel —consiguió decir al fin, extendiendo el brazo forrado en rosa para estrecharle la mano, aun atrincherada tras la hoja de madera y aterrada por su propia bestia irracional.

—Muriel, qué bonito. Encantado. 

La piel de él se sintió demasiado viva, demasiado cálida. En pleno invierno y con una camiseta de manga corta debería de estar helado al venir de la calle, pero no.

—Gracias.

—Oye, no quiero entretenerte más. Ah… Isra volverá en tres días. Vamos a reunirnos el viernes con algunos amigos, por la tarde, a partir de las siete. Tal vez… tal vez podrías pasarte y, bueno… así te invito a tomar algo en compensación por la molestia de hoy. Conoces a Israel, ¿verdad?

—Sí —se apresuró a asentir Muriel. Después de casi apuntarle con una recortada, no iba a decirle que ni puta idea tenía—. Sí, claro.

III-El animal humano

El encuentro con Rigel había sucedido el lunes de madrugada. Desde ese momento en adelante, Muriel no había podido sacarse de la memoria la imagen de sus ojos, de aquella mirada acaramelada y azul que tenía el poder de alcanzar a uno hasta los tuétanos con un simple roce. Incluso llegó a pensar que se había vuelto loca del todo, pues tenía la firme convicción de que esa mirada había “arreglado” algo dentro de ella. Para empezar, aparte de devolverle el impulso sexual, le había reparado el ciclo sueño-vigilia. 

En efecto. Desde que había hablado por primera vez con Rigel, Muriel dormía por las noches. ¿Cómo podía saber ella que este cambio se había producido gracias a él? Bueno, cosas que se saben. Cosas que uno sabe desde lo más profundo sin el menor atisbo de duda.

Dormía por las noches y eso era toda una bendición que por supuesto agradecía, aunque tenía unas pesadillas tremendas. En la última de ellas, el morenazo con cara de ángel la montaba salvajemente sobre la encimera de la cocina y la hacía correrse a gritos, desgañitarse y retorcerse bajo el cuerpo de Rita Kastrovski que se desangraba colgado del techo cabeza abajo. Muriel había despertado asqueada, empapada en sudor y con fuertes palpitaciones en el coño, pero por vergüenza no se había permitido tocarse, como si verdaderamente ese sueño hubiera sido real y Rigel todavía estuviera ahí mirando. En lugar de dar rienda suelta al calentón, había huido despavorida al cuarto de baño para darse una ducha fría de lo más cruel y liberarse de la fantasía de su presencia. Qué horror.

Odiaba a ese ser inoportuno y torticeramente celestial, sabiendo que no tenía motivos para hacerlo, sabiendo que estaba siendo acosada por su propia paranoia y no por él. Pero le odiaba, ah, sí, casi tanto como, sin aparente motivo, le deseaba con violencia en la boca y entre las piernas.

 A medida que pasaban los días, su deseo se volvía más turbio, más pudoroso y ennegrecido. Aparte de que la curiosidad por lo que estuviera sucediendo en el cuarto piso la devoraba; por Dios santo, ¿qué encontraría si subía ahí? Probablemente, a un melenas de sonrisa encantadora cuidando gatos. Los gatos del friki. Buah, si es que ni siquiera sabía con seguridad quién era el tal Israel Bolaños, Bañolas o como rayos fuera su apellido de mierda.

Aparte del hecho de que Rigel estuviera ahí arriba, había algo en referencia a aquella casa que a Muriel siempre le había llamado la atención, casi desde el momento que se había mudado al edificio un par de años atrás. Lo cierto es que el bloque de apartamentos donde vivía Muriel era muy particular y diferente a los demás que lo rodeaban. Parecía mucho más antiguo, revestido de avejentado ladrillo beige, y la fachada no era plana sino convexa y semicircular. El cuarto piso era el último, por debajo de un frontón abombado que terminaba en punta y tenía un curioso ventanuco redondo en el centro. Muriel se figuraba que detrás de aquel frontón se ocultaría la típica azotea donde algunos vecinos irían a tender o a jugar a las cartas las noches de verano, pero nunca había subido allí. 

Al poco de mudarse, una noche que volvía de unas compras en el bazar chino de la calle de enfrente se dio cuenta de algo. Observando la torreta del edificio, se distinguían perfectamente las hileras de ventanas que correspondían a cada casa: las ventanas de su propia vivienda —el bajo A—, grandes como puertas correderas y protegidas por aquella media reja metálica; las del bajo contiguo; las del primero A, el primero B, el primero C, agrupadas de a dos todas ellas de forma lógica, como también sucedía en el segundo piso. Sin embargo, en el tercero y en el cuarto, las hileras de ventanas eran continuas. No existía separación entre ellas ni estaban agrupadas por parejas, lo que llevaba a pensar que correspondían a una sola casa en cada uno de los dos últimos pisos. Una sola vivienda enorme en el tercero y en el cuarto, equivalente en tamaño a las tres casas A, B y C de los pisos inferiores. Qué cosas. Desde que se había dado cuenta de esto, Muriel se preguntaba cómo serían esas casas por dentro y si sus habitantes darían fiestas multitudinarias en ellas. Jamás había tenido la oportunidad de visitar una de aquellas viviendas, y no podía creer que en esa misma semana fuera a hacerlo, si acaso la invitación de Rigel seguía en pie y ella se atrevía a subir.

El viernes llamaron al timbre a la hora del aperitivo, mientras Muriel navegaba por páginas webs de cosméticos en el ordenador, con Doraemon de fondo en la tele y el bote de nocilla al lado. Gustaba de visitar esas páginas casi tanto como de ver porno en los escasos momentos de efervescencia sexual, aunque nunca compraba nada. En el fondo, amaba la belleza femenina como amaría a una entelequia divina y completamente ajena, inalcanzable, asumiendo que aquellas untuosas barras de labios en tonos candentes, aquellas sombras de ojos con irisaciones y las preciosas borlas y brochas para aplicarlas nunca fueron hechas para ella. Tenía unos hobbies raros —”soñar no cuesta nada”—, o al menos lo bastante masoquistas y tristes como para pegarse un tiro en la sien, pero por fortuna ella no era consciente de eso.

Fue a abrir la puerta arrastrando los pies, con los calcetines agujereados y el chándal que ya llevaba puesto desde hacía días bajo la bata rosa de guata. Supuso que quien llamaba sería el comercial plasta de la inmobiliaria del barrio que se pasaba todas las semanas, pero no. Era Rigel. 

A su pesar se vio obligada a abrirle y dejarle entrar, porque él llevaba una botella de vino en las manos. Por supuesto, el ángel sonrió a Muriel con la boca y con los ojos también, sin mostrar el menor atisbo de asco o sorpresa ante las pintas de mierda que esta llevaba.

—Toma —le dijo, entregándole la botella. “Gran reserva de Antaño”, se leía en la etiqueta—. Esto es por las molestias de la otra noche.

Muriel retrocedió un paso con la botella agarrada por el cuello. “Maldita sea, Rigel. Estoy acostumbrada a que maromos como tú salgan huyendo y griten ‘contigo no, bicho’ en lugar de agasajarme”. Su voz interior se expresaba con plena libertad, y sin embargo en presencia de él le había comido la lengua el gato, ¿qué coño le pasaba? Muriel era capaz de partirse la cara verbalmente con un camionero si hacía falta, y en aquel momento no podía sino balbucear:

—N-no fue ninguna molestia, en serio.

—Vaya, a lo mejor no te gusta el vino. Si no te gusta, te traigo otra cosa…

—Noooo, qué va —rio ella, igual que haría una adolescente idiota ante su ídolo—. ¡Me encanta! Me encanta, me encanta. De verdad. Gracias.

Rigel rio también. “Guau, qué entusiasmo”, decían sus ojos chispeantes. Una vez más, su mirada limpia y directa golpeó a Muriel sin piedad. Increíblemente, no había rastro en ella de macho alfa chulesco pensando algo como “ajá, muñeca, sé que estás a punto de perder las bragas”.

—Me alegro —le dijo, asintiendo e inclinando un poco la cabeza como haría un japonés educado.

Qué curioso. Muriel hubiera jurado que los ojos de Rigel eran azules la primera vez que le vio en las escaleras. Bueno, de hecho los recordaba perfectamente; no en vano los había tenido clavados hasta en el reino de los sueños más allá de la piel. Sin embargo ahora, a la luz del sol en el vestíbulo de su propia casa, se daba cuenta de que en realidad eran grisáceos como piedras de río. Un gris claro precioso de guijarros bajo el agua. En fin, seguro la bombilla del rellano era una mierda (“¿tanto como para cambiarle los ojos de color a una persona, Muriel?”); vale, se le hacía bastante raro pensarlo, pero qué otra explicación podría haber si no. En verdad todo era una mierda en el viejo edificio: las cañerías, el cableado, ¿por qué no las luces?

—¿Quieres… quieres pasar y sentarte? —le ofreció con cierta torpeza en voz baja—. Saco unas patatas o algo. 

—Eres un encanto, Muriel —aquel cumplido brotó abiertamente sin ser deslizado. ¿Era acaso un elogio real?—. Te lo agradezco mucho, pero debería irme. Hay una pareja de gatitos bebés que me reclama, y estoy preparando la reunión de esta noche —sonrió—. Me he enredado con los peludos y voy fatal de tiempo; Isra va a pillarme con la casa patas arriba cuando venga.

Dios, imaginarse a ese tío cuidando gatitos era una puta fantasía orgásmica. Algo como para sacarle una foto haciéndolo, ampliarla en tamaño póster, ponerla junto a la cama y matarse a pajas después. 

“Puta enferma”. 

Para suerte de Muriel, las cabezas de las personas no eran transparentes y los pensamientos no podían leerse, ¿verdad? Ni siquiera podría leerlos un alien con rayos-X en los ojos.

—Por cierto, ¿cuento contigo, verdad? —añadió Rigel, con un súbito resplandor cómplice en sus pupilas de río—. Vas a venir, ¿cierto?

Muriel se tambaleó internamente. El chico-ángel había dejado colgada en el aire aquella pregunta como si en realidad la respuesta le importara. Como si de verdad tuviera genuino interés en que ella asistiera a aquella fiestecilla. ¿Ella? ¿Alguien deseaba verla en algún lugar sin más, sólo por compartir tiempo y espacio a su lado? Y sobre todo, ¿alguien como Rigel, que podía tener a las (tías) personas que quisiera?

“Vamos, Muriel. Dónde narices está la cámara oculta”.

Venga ya, para de una vez. Los seres humanos no son objetos¿Es que no puedo simplemente caerle bien?

Observó a Rigel, que seguía de pie en espera de respuesta un par de pasos frente a ella. Hoy no llevaba coleta y la melena oscura se le derramaba por los hombros, enmarcando la misma mirada asertiva pero amable que tenía el día que ella le conoció. Una mirada serena y transparente, suavemente inquisitiva, divertida, simpática. Unos ojos en los que uno se sentía seguro para bien o para mal, a pesar de que claramente penetraban piel adentro reparando en los detalles. La cara del joven era un libro abierto pero cargado de secretos; un libro con párrafos encriptados que estaban escritos en idiomas de otro mundo. 

“Sigue soñando, cara de bola. Eres una puta gorda pervertida y maloliente, para colmo también una obsesa sexual”.

—Muriel.

“Eres repugnante y lo sabes. Sólo mírate”.

Ella trató de sonreír. Sus labios temblaron y los ojos se le enrojecieron.

“Como quieras. Te vas a llevar un batacazo de la hostia”.

—Muriel, ¿estás bien…?

—Sí. Sí, sí. Perdona. No lo sé, yo… —”no tengo nada que ponerme”. “En realidad me aterroriza salir de casa”. “Mi ropa interior es horrible”. “Tengo ronchas por hongos bajo las tetas, en las ingles y entre los michelines. A veces hasta me salen heridas porque la piel se me rompe. Es lo que tiene ser obesa y sensible a la vez; una mierda como un piano”. “Compréndelo. Desde que iba a párvulos soy la foca asquerosa a la que nadie se acerca”—. No sé.

—Muriel…

Y entonces, igual que si en efecto hubiera escuchado sus pensamientos, Rigel alargó la mano para oprimirle suavemente el hombro. Ella se estremeció.

—Lo siento, es q-que…

Joder, ¿acaso por una sola caricia se iba a derrumbar?

—Venga, Muriel. Qué pasa. Cómo que no sabes; ¡tienes que venir!

Ella se tragó un gimoteo y miró al suelo, deseando que la tierra se la tragase. “Rigel, vete de mi casa ya, ahora mismo, por favor. Vete, vete, vete”.

—Es que las fiestas no son lo mío, de verdad. 

—Anda. —El joven sonrió y, sin más, disolvió la poca distancia que les separaba para atraerla hacia sí en un abrazo. Muriel pudo oler su cuello, su cabello y el suavizante de marsella en su camiseta. La de hoy era roja—. Oye, no te preocupes, todo está bien. No te agobies, ¿vale? Sólo es que me haría ilusión verte, nada más —susurró, estrechándola contra su cuerpo con tanto cuidado como si la masa de carne fofa entre sus brazos fuera delicada porcelana de lladró. 

Ella masculló algo ininteligible contra el pecho masculino, agazapada, separando luego los labios para respirar en él, para llenarse de él en lo que durase aquel fugaz instante. Exhaló. 

—Lo pensaré.

IV- Hágase la luz

El albino enano y renegrido había llegado al edificio el viernes, aproximadamente a las seis de la mañana, acompañado de un niño al que le faltaba el brazo izquierdo. Aún estaba oscuro cuando ambos se detuvieron frente al portal.

Al principio todo era oscuridad, y Él creó el Verbo. Y el Verbo era Él.

—Hágase la luz —canturreó el albino con un amago de sonrisa torcida. Mueca que se borró en instantes cuando se giró a mirar al niño que permanecía quieto a su lado.

Frunció el ceño. No recordaba la última vez que se había visto a sí mismo conmovido por la pena de otra persona, y era incómodo. Trasladar el dolor ajeno al corazón propio se sentía como el restallar de una ola en un acantilado poroso y débil por dentro, y el acantilado era él mismo. En serio, ¿cuánto duraría el asqueroso privilegio de seguir siendo capaz de empatizar?

Tomó aire y se inclinó hacia el niño para que los ojos de ambos quedasen a la misma altura. Demasiado frágil, y cruelmente resistente: así era en esencia la naturaleza humana. Así había sido su propia naturaleza también y, a pesar de que esta no era ya sino un recuerdo, la gigantesca ola volvía a replegarse ahora para romper de nuevo sólo por reconocerse así mismo en la tortura interna de ese crío. Apretó los dientes. Tenía que hacer algo.

—No llores, Zurdo —le susurró, mirándole fijamente. Fuego y hielo se agitaban en los ojos de uno y otro. Demasiada humanidad.

El niño manco miró al suelo y negó con la cabeza.

—No puedo evitarlo —musitó.

Guinness (*N.A: ver relato de Nacho “El pequeño Guinness”) lanzó un bufido. Qué fácil era errar con las palabras.

—No sufras —corrigió, asumiendo que el pobre niño podía hacer algo al respecto (y el verbo era Él), a pesar de que él mismo nunca pudo hacer nada—. Mira a tu alrededor. Este lugar es hermoso. No es triste como el orfanato del que me hablaste, ¿verdad? Aquí estás a salvo.

El pequeño obedeció, levantando los ojos acuosos hacia el cielo. Por encima de sus cabezas brillaba el disco plateado de la luna y también las estrellas, lejanas, frías. Un murciélago torpe se desvió de su trayectoria para golpear el pecho del albino y, en lugar de rebotar, se introdujo en él. 

Guinness sonrió sin darse cuenta ante la atónita mirada de Zurdo, recordando que al niño le quedaban muchas cosas por descubrir. Dio un par de toquecitos suaves sobre su propio torso, henchido de luz y fuego por un momento bajo la ropa. 

—No sufras —insistió en voz baja. En realidad no era un mandato; ni siquiera un consejo, sino una petición. Por simple justicia—. No hiciste nada malo, sólo te defendiste. Pronto acabará todo, ¿sí? Te lo aseguro.

El niño asintió un par de veces ante la vehemencia de sus palabras, tratando de agarrarse a ellas para no ahogarse. No sabía dónde estaba; no entendía nada, pero Guinness era de fiar. Le creía.

—Venga, vamos. En poco tiempo amanecerá. —El albino se irguió de nuevo sobre sus cortas piernas y se giró hacia el portal acristalado. Puso la mano derecha sobre la puerta, y esta se abrió sin necesidad de llave alguna a pesar de que ni siquiera la había empujado—. Disfruta de tus sentidos tanto como puedas, Zurdo —murmuró mientras entraba con el niño al vestíbulo en penumbra—. Aunque no lo creas, este lugar fue creado sólo para eso.

V-Passio Christi

En la minúscula y blanca realidad del probador, Muriel lloraba rodeada de espejos de los cuales no podía escapar. Desde antes de entrar a aquella tienda de ropa cara sabía que allí no habría tallas para ella ni de broma, ¿por qué estaba ahí entonces? Bueno, estaba ahí porque, por primera vez en años, quería comprarse algo decente, se respondió a sí misma de forma automática. Algo que la hiciera sentir más atractiva delante de Rigel. Algo que, lamentablemente, no existía en la realidad material de su mundo.

¿Cuándo fue la última vez que había fabulado con sentirse más atractiva para alguien? La respuesta le vino a la mente de inmediato: hacía años, en la horrible fiesta de graduación del instituto. Y eso… eso había acabado muy mal, joder. Joder.

Se cubrió la boca para ahogar un sollozo, rehuyendo como podía su propia imagen reflejada en el laberinto de espejos, prisionera en aquella trampa y prisionera de su cuerpo. De pronto le faltaba el aire.

Terminó de vestirse rápidamente, porque estar desnuda era una tortura insoportable. 

Salió escopetada del probador, dejando la ropa de falsa talla XL hecha un gurruño sobre la banqueta. La dependienta le lanzó una mirada fulgurante al verla pasar: “Menuda cerda, ahora me va a tocar a mí recogerlo todo, veremos si no ha puesto la ropa perdida de sudor. Tal vez incluso desgarró algo al intentar ponérselo y por eso sale corriendo, con tal de no pagarlo”.

Terminó donde siempre, en el bazar chino frente a su casa: el único lugar donde con cierta frecuencia se atrevía a ir. Allí podría comprarse un sujetador bien mono por cuatro duros, de talla elefantiásica si así lo quería y sin tener que pasar el calvario de probárselo. Tras rebuscar un poco en el caótico amasijo de perchas, se decidió por uno de color violeta con adornos de encaje, que además traía una braguita mínima a juego por un precio irrisorio. Seguramente ese no era el tono más adecuado para su piel lechosa, al menos según aquellas páginas que ella solía mirar, pero le gustaba y eso era suficiente. Eso bastaba: ir con algo un poco bonito puesto aunque ella misma fuera un adefesio, aunque ese algo estuviera presente sólo bajo la ropa y Rigel nunca llegara a verlo. 

“Porque ni en sueños pensarás que se va a acostar contigo, ¿verdad, gorda de mierda?”

Bueno. Pero él lo ve… todo.

Consiguió llegar a casa medianamente contenta, aunque aún con los ojos hinchados y los surcos de las lágrimas ardiéndole en las mejillas. Se miró al espejo del recibidor muy rápidamente y de pasada, lo suficiente sin embargo para darse cuenta de que le habían salido ronchas en el cuello por lo nerviosa que estaba. Maldita sensibilidad. Verdaderamente su cuerpo parecía tenerle fobia a todo, en especial a sus propios sentimientos. Sólo cuando se atrevía a salir de casa, Muriel era consciente de lo espantoso que era vivir así: levantarse por la mañana en aquella cárcel mental y física mientras el sol salía como cada día al otro lado de la ventana; que la vida pasara ante sus ojos desde dentro de aquel cuerpo en el que era un tormento sobrevivir. “Haz régimen, puta gorda. No tienes derecho a quejarte”. Tras los rescoldos del pasado que aún permanecían, había terminado por convertirse ella misma en su propia maltratadora física y psicológica. Y era implacable y cruel.

Quizás a los niños deberían mostrarles cómo respetarse a sí mismos primero que nada. Cómo respetarse de verdad, sin definirse en juicios, sin maltratarse. Pero, volviendo a la realidad del presente irreparable, quedaba aproximadamente media hora para las siete y a Muriel ya no le daba tiempo a meter nada en la lavadora, así que sólo disponía de los minutos necesarios para rebuscar en su armario algo que resultara presentable en lo mínimo y que no oliera demasiado mal.

VI- El Vínculo

—¿Por qué la elegiste a ella? —preguntó Guinness en voz baja mientras acariciaba la cabeza de Rey, el perrazo blanco que estaba sentado a sus pies. Los dos gatitos dormían abrazados en una cesta cerca de la chimenea, y Zurdo se había acostado un rato en una de las habitaciones de la enorme casa.

Rigel frunció el ceño con gesto pícaro. Un hermoso yaco africano acababa de descender de su hombro y ahora se paseaba por el borde del respaldo del sofá.

—¿Estoy obligado a decírtelo, CelesteNoesuncolor?

El albino arqueó levemente el labio superior y luego dejó escapar una carcajada rota.

—Imbécil. Sabes que no —respondió—. No tienes que llamar a tu puto abogado, sólo tengo curiosidad.

—¿Curiosidad?—inquirió el otro, fingiendo sorpresa—. No sabía que manejaras esos conceptos. Resulta muy… humano, considerando que sabes perfectamente dónde estamos —añadió con intencionado retintín de vacile.

Guinness le mostró los dientes y bebió un trago de cerveza. La espuma blanca encima del fondo tostado dentro del vaso era una caricatura suya asombrosamente veraz.

—Bueno, igual que puedo decirte que esta cerveza es una puta mierda a pesar de saber perfectamente dónde estoy —replicó.

Rigel sonrió con la mirada fija en la tapicería del sofá y se encogió de hombros. A pesar de que sus sentidos reaccionaban a la presencia de Guinness —tanto como los del albino a la suya—, tenía que admitir que en la distancia corta le caía bien. Era natural que al uno le resultara desagradable la energía del otro, e incluso factores más básicos como el tono de voz o el olor, pero eso ninguno de los dos podría cambiarlo.

—Nada —respondió a la pregunta—. Sólo el Vínculo con ella es fuerte. Casi tan fuerte como el universo mismo.

—No, pero no me vengas con moñeces —le cortó el renegrido—. ¿Por qué ella, Rigel? ¿Por qué de entre todos los humanos la escogiste a ella y vinimos aquí? Eso es lo que quiero decir.

El aludido se tomó un momento para rectificar su postura en el sofá, sentándose de costado ahora, aun con las rodillas flexionadas y los pies descalzos apoyados sobre el asiento.

—Porque sufre demasiado —respondió sin mirar a Guinness, los ojos como espejos negros perdidos en el paisaje al otro lado de la ventana—. Merece liberación.

VII-Amén (Amen)

A las siete menos cinco, Muriel cerraba la puerta de su guarida tras de sí y la emprendía escaleras arriba. No quiso pararse a pensar porque sabía que, si lo hacía, probablemente no subiría al cuarto piso jamás. 

Llevaba una simple camiseta negra oversize que había encontrado en el armario; a ella le quedaba ajustada en las tetas y en las caderas, pero no tenía manchas y no se veía tan mal. La había combinado con una falda hippy de cintura elástica, un tanto arrugada y también negra, bajo la cual llevaba las braguitas moradas de encaje que se compró en los chinos y que sólo ella sabría que llevaba aunque le levantasen la falda, porque resultaban invisibles entre las montañas de carne. El sostén se lo había puesto también a duras penas, si bien no le gustaba demasiado cómo le sentaba y los aros metálicos le hacían daño.

En el rellano del segundo piso se topó con la única persona cuyo nombre sabía en el edificio entero: Toña, la portera. Más bien la limpiadora, porque sólo estaba ahí unas cuantas horas al día o bien por la mañana o bien por la tarde. Tras el escueto y fugaz saludo al cruzarse, Muriel se giró hacia ella y la paró por impulso.

—Toña, disculpe.

La mujer se volvió, extrañada. Era la primera vez que escuchaba a ese especimen humano hablar.

—Dígame.

—Ah… Perdone, ¿usted conoce a Israel Bañolas?

Toña ladeó la cabeza.

—¿A quién?

—Israel Bañolas —repitió Muriel—. El vecino del cuarto piso.

La portera hizo un gesto de negación.

—Señora, no he oído ese nombre en mi vida. El cuarto piso está vacío; allí no vive nadie.

—Ah… ¿no?

—No. Sólo lo alquilan algunas veces para reuniones y eventos, pero hace meses que ni eso. Está vacío —recalcó ante el pasmo de Muriel—. ¿Por qué lo pregunta? ¿Necesita alguna cosa?

Muriel sintió la realidad voltearse a su alrededor. Se agarró al pasamanos de puro vértigo.

—No —consiguió articular en respuesta—. No, nada. Muchas gracias.

En lugar de darse la vuelta y regresar a su casa, esperó a que Toña retomase su camino y llegara abajo para seguir subiendo. De pronto se sentía lo bastante valiente como para investigar lo que realmente estaba pasando allí.

Le costaba creer que Rigel le hubiera mentido (más bien se negaba a creerlo). Después de todo, Toña conocía a los vecinos pero tampoco lo sabía todo, ¿verdad? A lo mejor estaba equivocada. 

Fuera como fuese, ya estaba pulsando el timbre de la única puerta en el cuarto piso. Porque seguro que para aquel malentendido, igual que para todo, existía alguna explicación.

“Anda, mira. Resulta que ahora con un poco de suerte te van violar. O mejor aún: te van a matar”.

***

Fue un desconocido enano y paticorto, negro, de pelo casi blanco y con perturbadores ojos tornasolados el que abrió la puerta. A Muriel se le clavaron los pies en el suelo y casi se le cortó el aliento. 

—¿Sí? —El rostro del albino contenía tensión. Su mandíbula se apretaba en un rictus, como si él supiera que lo socialmente esperable en aquel momento fuese sonreír pero no pudiera hacerlo. Sus ojos mostraban un brillo velado de ferocidad.

—P-perdón —balbuceó Muriel, consiguiendo dar un pequeño paso atrás—. Rigel me dijo que viniera… Olvídelo, todo ha sido un error.

Se sintió terriblemente estúpida después de decir aquello, especialmente por haber pronunciado el nombre del chico ángel. Y qué puñetas sabría el enano quién era Rigel, si acaso el pelilargo se llamaba así de verdad. Ahora veía claramente que todo había sido una trola desde el primer momento; al fin y al cabo, de qué se sorprendía. No era una novedad que se burlasen de ella y, como siempre, su voz interior había tenido razón.

“Te lo dije”.

—¿Rigel? Ah. Claro, sí. Está en el salón —respondió el enano, apartándose un poco para dejarla pasar al interior de la vivienda—. Tú debes de ser Muriel.

Vaya. Pues no, no había sido una trola. O al menos no del todo.

—¿¿Muriel?? —desde el salón al otro lado del amplio vestíbulo se escuchó con claridad la alegre y familiar voz de Rigel. En verdad sonaba como si estuviera feliz por la llegada de ella—. ¡Hola!

El albino soltó una risita ronca y le hizo un gesto a Muriel para que pasara.

—Bienvenida, supongo. 

Muriel entró a la casa con paso vacilante, aunque sonreía un poco. El renegrido cerró la puerta con cuidado y luego le indicó a ella que le siguiera hacia el espacioso salón.

—Por cierto, no es que importe, pero soy Guinness. El pequeño Guinness —carcajeó, dejando de lado las explicaciones obvias.

—Ah, ¿no eres Israel…? 

—¿Israel? 

El albino se quedó pensativo un par de segundos y luego se echó a reír a carcajadas como si le hubieran contado el mejor chiste de su vida. Parecía que incluso la risa le hacía daño al romper y salir. 

Muriel apenas tuvo tiempo de reaccionar, pues Rigel se había levantado del sofá donde se hallaba y había ido directo hacia ella. Con horror, la pobre pensó que iba a volver a tomarla entre sus brazos —”¿Qué pasa, imbécil? ¿Crees que te desmayarás si te vuelve a abrazar?”—, pero el chico de los ojos de guijarro se detuvo a un palmo de distancia y le sonrió. Todo controlado, pensó Muriel, salvo por el pequeño detalle de que ahora sus ojos eran ambarinos como fuego en el cielo. 

—Hola, Muriel. ¡Bienvenida al lugar santísimo del tabernáculo! —pronunció Rigel con payasa ceremonia. 

Muriel cerró fuerte los ojos. Al volver a abrirlos para mirar de nuevo al chico ángel, los irises de este seguían siendo de aquel color ámbar incendiado. Mierda. Pues seguro que llevaría lentillas de colores o algo así; ya podía dejarse la pasta porque eran sorprendentemente buenas por lo naturales que parecían, pero bueno, quién era ella para juzgar. Desde luego no se lo iba a preguntar… al menos no hasta que se hubiera cogido una buena cogorza, si se daba el caso.

—Hola. 

Miró alrededor en aquella estancia que Rigel acababa de llamar “el lugar santísimo”. La sala estaba vacía salvo por una alfombra inmensa, un sofá rinconera de seis plazas y una mesa de metacrilato ante él. La chimenea justo enfrente estaba encendida, y el baile de las llamas lanzaba destellos reflejado en la mesa y en lo que había sobre ella: tres copas de cristal, una barrita de incienso prendida en un soporte de cerámica blanca, dos velones también blancos y encendidos y una botella de vino. Todo parecía ordenado y limpísimo, aunque no había ni rastro de los gatitos, salvo una pequeña cesta vacía junto a la chimenea con una manta encima.

—¿Te gusta? —preguntó Rigel con un destello de ilusión en la mirada.

Muriel tardó un poco en responder.

—Sí. —No pudo evitar mirarle con gesto interrogante—. ¿Dónde están los gatos…?

¡Ah, mierda! Los gatos. Pues en el mismo sitio donde estaba el perro blanco Rey, la pareja de yacos y todos los demás animales, ahí se hallaban. Rigel puso cara de circunstancias, temiendo de pronto que le diera por reír. Por fortuna, Reina, la última que faltaba, acababa de llegar, pues la había traído Muriel sin saberlo.

—Los gatos los tiene Guinness —respondió, sabiendo que el enano en aquellos momentos le arrancaría la cabeza si pudiera—. Guinness, ¿podrías traerlos?

—¿Eh? —”No me jodas, Rigel. Tendría que vomitarlos”—. Me temo que no. 

—Pasa de él, Muriel. Es un borde. ¿Por qué no te sientas?

Muriel obedeció como autómata y tomó asiento en el sofá. Lo cierto es que no era consciente de haber dado orden a sus piernas para que se movieran, pero le crepitaba el coño sólo por tener cerca a Rigel, sólo por oír su voz y notar su olor, y eso era lo que capturaba toda su auto percepción en aquel momento. Como si aquel ser amoroso y siempre amable fuera la encarnación de la tentación misma.

—¿Israel no está? —preguntó a media voz.

Rigel pegó con fuerza los labios en una súbita mueca de contención, a punto de despollarse. 

—Ah, Israel. Qué mosqueo con Israel, ¿verdad? —sacudió la cabeza y chasqueó la lengua con desaprobación—. Es un malqueda, no vendrá. Aquí nos ha dejado colgados en su propia casa, pero bueno, lo pasaremos bien. ¿Quieres un vino?

***

—¿Has leído la biblia, Muriel? —inquirió Rigel con repentina curiosidad. 

Muriel se echó a reír. Después de cuatro copas de vino y un chupito de vodka no resultaba una pregunta tan extraña, pero graciosa sí era. Negó con la cabeza, y extendió el brazo para llenar de nuevo su copa hasta arriba.

—No. No creo en Dios ni esas gilipolleces.

Guinness arqueó las cejas con sorpresa pero no dijo nada.

—Ah, te preguntaba por el libro —aclaró Rigel con una risita queda—. Pero bueno es saberlo. —Acto seguido se encogió de hombros, miró al albino y luego a Muriel, que estaba a su lado en el sofá—. No sé. Guinness odia la biblia, pero a mí me parece una lectura muy amena y divertida. Incluso interesante en algunas partes.

El enano puso cara de poker. Definitivamente, “odio” era un sentimiento demasiado intenso; tal vez “desprecio” o incluso “indiferencia” se ajustaría más a la realidad; no obstante no desmintió aquellas palabras. En lugar de eso, miró fijamente a Muriel (tanto que esta se sintió desnuda a la luz de sus ojos, pero no le importó) y cuestionó:

—¿Y por qué no crees en Dios?

—Venga ya, ¿qué eres ahora, un testigo de Jehová desfasado? —se burló Rigel.

—Joder, sólo tengo curiosidad, ¿qué problema hay? Además, has sido tú el que ha salido hablando de la biblia como si quisieras pegarnos con ella en la cabeza. 

Muriel miraba a uno y a otro con la sonrisa escondida al borde de su copa. Despegó los labios del cristal tras beber un trago corto y respondió:

—Pues no creo en Dios porque no me trago ese cuento, lo siento. Un padre castigador que aterroriza a sus hijos, ¿qué cojones de tipo de padre es ese? ¿De verdad nos creó para eso? ¿Para sufrir? Pues, sintiéndolo mucho, si existe debe de ser un grandísimo hijo de puta. Y luego está lo del demonio —añadió, ya puestos a explayarse—. La gente no hace el mal por culpa del demonio. La gente hace el mal porque simplemente quiere hacerlo.

Dicho esto, giró la cara para disimular un pequeño eructo y bebió otra vez. Por el rabillo del ojo vio cómo Rigel se levantaba y empezaba a aplaudir. “Plas, plas, plas”.

—Oh, sí. Diablos, sí. ¡Así se habla! —exclamó el pelilargo. Y apostilló, dirigiéndose al otro—: Qué ojo tengo, ¿verdad? Es la mejor chica del universo, cuánta razón.

Muriel enrojeció violentamente y clavó la mirada en el tejido de arabescos de la alfombra. “No flipes, tronca. Ha dicho eso porque está borracho, no porque de verdad le gustes”.

—Bueno —gruñó Guinness—. Esa es la idea que la mayoría de la gente tiene de Dios. Es lamentable, sí.

—¡Y del demonio! —puntualizó Rigel, encantado de la vida.

—Y del demonio, claro. 

—El demonio —el pelilargo puso los ojos en blanco mientras se hacía un moñete distraído con un boli—. Es como los abogados, ¡cualquiera podría serlo!

Muriel estalló en carcajadas, aún sin atreverse a mirarle directamente.

—No todo el mundo vale para ser abogado —murmuró.

—Es cierto.

Guinness sonrió de medio lado y jugueteó con su copa entre los dedos. Lo único que valía la pena de aquel vino eran los reflejos color sangre al moverlo dentro del cristal.

—Pero eso no es un Dios —musitó a la nada, concentrado en el líquido rojo oscuro—. Sólo es una idea, nada más.

—Y entonces, ¿qué es Dios? —preguntó Muriel.

—Dios es amor —se escuchó de pronto una vocecita tímida desde el lado opuesto de la sala—. Eso es lo que dice la hermana Fuencisla: que Dios es amor.

—¡Zurdo! Te has despertado —Rigel se levantó y corrió hacia el niño que había hablado desde la puerta para abrazarlo—. ¿Has dormido bien? Anda, ¿y este amigo quién es? —preguntó, refiriéndose al osito tuerto de trapo  que el niño sujetaba como si le cogiera de la mano.

El niño miró al osito y se encogió de hombros.

—No sé cómo se llama —respondió—. Yo le llamo Zurdito. 

Rigel rio y le besó la mejilla. 

—Pues Zurdito será. 

El crío sonrió un poco.

—Creo que tengo hambre, pero no estoy seguro —admitió como quien hiciera una confesión. En verdad no sabía si era correcto o no tener hambre; Guinness le había explicado que esos “impulsos” tal vez irían desapareciendo desde después de haber muerto, sólo tal vez. Zurdo sabía que el albino no le juzgaría, pero en el fondo temía decepcionarle.

Rigel asintió, le acomodó con cariño el pelo detrás de la oreja y sonrió a su vez.

—No estás seguro, ¿eh? Bueno. Podemos meter un par de pizzas en el horno a ver si lo confirmamos, ¿quieres?

A diferencia del enano, Rigel siempre tenía hambre. Se pasaba el día engullendo cuando descendía su vibración al mundo corpóreo y ficticio de la tercera dimensión.

Se puso en pie desde su posición agachada, dispuesto a acompañar al niño manco a preparar la cena, pero entonces Guinnes se levantó y avanzó resuelto hacia ellos.

—No, déjalo, yo iré con Zurdo. Tú deberías hablarle a Muriel, ¿no te parece? Y traer la urna de oro —le dijo a Rigel en voz más baja, aunque no tanto como para que la mujer en el salón no pudiera escucharle—. No soy el hada de los dientes, Rigel. No tengo toda la noche para repartir regalos.

El aludido rio por la última comparativa y asintió, volviéndose a mirar a Muriel que seguía bebiendo en el sofá. Le partía el corazón su desamparo, eternamente presente para quien quisiera mirarla.

—Tienes razón. Ah, Guinness, por cierto. Quiero hacer las cosas de forma… tradicional para ella, ¿me comprendes?

—Lo imaginaba —bufó el albino—. No tiene mucho sentido, pero como quieras.

—Es porque no quiero que esto sea… una experiencia traumática para ella, sólo eso. No necesita más miedo ni dolor.

—No, no, si no tienes que darme razones. Adelante con ello. Imagino que también pretenderás explicárselo y que lo entienda.

Rigel asintió brevemente un par de veces y luego acarició de nuevo los cabellos de Zurdo, quien estaba siendo testigo mudo de aquella conversación. 

—Sí. Querría intentarlo por lo menos —musitó.

—Ok. Creo que pierdes el tiempo, pero entiendo que no quieres asustarla.

El otro iba a replicar, pero en aquel momento Muriel dio un brinco en el sitio y se echó a reír profiriendo un taco. Un perro grande y negro había salido de pronto de algún lugar tras el sofá y le había dado un susto de muerte.

—¡¡Reina!! —Los ojos de Zurdo se iluminaron, y este extendió su único brazo hacia el perrazo que correteaba hacia él, sin soltar el raído oso de peluche—. ¡Has venido!

—Mira qué bien, ya estamos todos —masculló Guinness—. Vamos, pequeño. Ese gran invento llamado pizza, ¿lo quieres de jamón, de atún o de cemento? —inquirió en tono burlón, mientras empujaba suavemente al niño hacia la cocina, ambos seguidos por la alegre y valiente Reina de Ajedrez.

VIII-La Tercera Energía

—¿Cómo estás?—Rigel había vuelto de nuevo al lado de Muriel. De algún lugar en la ahora total oscuridad de la entrada había cogido algo que ahora sostenía entre las manos. Se trataba de una caja rectangular, un poco más pequeña que la que contendría un par de zapatos, cubierta de oro y provista de lo que parecía un elegante cierre.

Muriel tomó un poco de distancia sobre el sofá, echando el culo hacia atrás para sentarse cruzando las piernas a lo indio y girarse del todo hacia él. Después de ya incontables tragos no sentía vergüenza por mirarle… al menos de momento.

—Estoy bien —respondió. De algún modo, había terminado por normalizar todo lo extraño. Era cierto que le había sobresaltado aquella perra negra y grande, pero ni siquiera preguntaría de dónde había salido. Algo en lo profundo de ella entendía que en esa casa podía pasar cualquier cosa, pero, sorprendentemente, esta certeza no iba acompañada de miedo. Incluso su voz interior parecía haberle dado una pequeña tregua.

—¿Seguro?

—Seguro —asintió—. ¿Qué es eso? —quiso saber, señalando con el mentón la caja dorada entre las preciosas manos de Rigel.

Él sonrió sin dejar de contemplarla a ella con esa forma que tenía de mirar, directa pero sin agredir ni invadir.

—Esto es la Urna de Oro de las escrituras sagradas —respondió.

Bueno, bueno. Sería mejor seguirle la corriente aunque sólo fuera por pereza.

—¿Y qué tiene dentro?

Rigel suspiró, miró la recargada cajita y luego de nuevo a Muriel.

—Te va a sonar muy loco. 

Ella rio.

—No lo creo. Todo está siendo muy loco. —”Para empezar, que yo te guste y tú tengas interés en acercarte a mi”.

—Bueno. Según la biblia, Moisés guió al pueblo esclavo de Israel por el desierto para liberarlo de Egipto. El éxodo duró cuarenta años hasta la tierra habitada de Canaán y, durante todo ese tiempo, se supone que los israelitas se alimentaron de…

—¿Me estás diciendo que lo que hay ahí dentro es maná?

Rigel sonrió y arqueó ambas cejas.

—Veo que conoces la historia.

—Bueno, no he leído la biblia, pero durante cinco años por lo menos tuve que soportar clases de religión en el colegio todos los viernes y la catequesis de mierda.

—Ya veo. En efecto: fue el maná lo que llovió del cielo. Y Dios dejó en esta urna una pequeña muestra, para que los seres humanos nunca olvidaran el Pacto, la Alianza. Y la guardó en un Arca que bautizó de ese mismo modo.

»¿Te resultaría muy loco que en efecto fuese maná lo que hay aquí…?

Muriel sofocó una risita y negó con la cabeza. Probablemente “maná” era un eufemismo lunático para referirse a alguna droga recreativa, y vaya si esta sería buena cuando aquellos freaks la equiparaban al alimento enviado por el mismísimo Dios.

—La verdad es que no —sonrió con los ojos fijos en la caja dorada. 

Se sentía levemente aturdida por el vino, relajada, contemplativa. No le importaba un carajo nada: ni de dónde había salido aquella perraza Reina, ni quién diablos era Israel, ni qué hacían los otros dos ahí metidos con un niño manco. Daba risa. Todo el mundo estaba como las maracas en esa casa, empezando por ella. ¿Drogas? Por supuesto, no se le ocurriría mejor camino para continuar la noche. Se sentía tan liviana que no veía un disparate la posibilidad de que todo aquello no fuera sino un sueño.

Rigel asintió, sonriendo también. Muriel se atrevió a levantar la mirada hacia él, para sentir la temida caricia de aquellos ojos ambarinos.

—¿Puedo preguntarte algo, Muriel?

Ella le asestó a la copa el trago de gracia y respondió:

—Sí. Pero antes… yo tengo tres preguntas para ti.

Nuevamente se sentía valiente; no del modo en que lo había sentido en la escalera, sino lo bastante como para sincerarse en cuanto a los únicos tres temas que en aquel momento le producían una discreta curiosidad. 

—¿Tres?

Muriel rio mientras volvía a llenarse la copa. Dios, esa botella parecía no acabarse nunca.

—Ajá.

—Vale. Dispara.

—Pero me dirás la verdad —reclamó—. ¿Prometido?

El chico ángel jugueteó con los dedos sobre la filigrana de oro de la caja antes de contestar.

—Prometido —respondió al fin.

—¡Te lo has pensado! —le acusó Muriel, dándole un breve empujón en su mente sin tocarle—. Bueno, da igual. Si me mientes lo sabré. Y tampoco es que me importe; sólo me gustaría anticiparme a los hechos.

—No quiero mentirte —le aseguró Rigel—. No lo haré.

Muriel se aclaró la voz con una carraspera oxidada y tragó después.

—¿Me vas a matar?

Él abrió los ojos de par en par.

—¿Qué?

—Esa es la primera pregunta. ¿Me vas a matar? —repitió ella. Casi pareció que se regocijaba pensando que la respuesta pudiera ser un “sí”.

—Pero joder, ¿qué pregunta es esa? Pues no. Claro que no, Muriel.

La aludida se encogió de hombros y soltó una risita queda.

—Bueno, pues nada. Otro día será.

—¿En serio? —el chico se explotó a reír—. Tía, qué humor más negro.

—No estoy de broma.

—Ya, claro. Y tú, ¿crees en el amor? —inquirió súbitamente.

Ahora era Muriel quien reía a carcajadas, si tan sólo porque jamás hubiera esperado esa pregunta.

—¿Cómo?

Rigel se había quedado serio de pronto.

—Sí. Eso que dijo Zurdo: “Dios es amor”.

Dios es el Verbo. Dios mismo es maná. 

Muriel se quedó pensativa unos segundos. La mano que sujetaba la copa empezó a temblarle.

—No. No creo, claro que no. 

»Yo… todo lo que amo también lo odio. Eso no puede ser amor, ¿verdad? Cómo voy a creer en algo que no sé qué es. —Y añadió, sin esperar respuesta—: Y por favor, Rigel, deja ya de reírte de mí. Estoy borracha, pero no soy estúpida. No vayas por el camino del amor y esas memeces.

—No me estoy riendo de ti. Pero dime, Muriel, si no sabes lo que es amor, ¿por qué viniste hoy a esta casa?

Ella frunció el ceño con fuerza. Mierda, no comprendía cómo aquella última pregunta no le daba risa si era hilarante del todo.

—¡No quieres saber por qué! Y te aseguro que por amor no.

Rigel la observaba tranquilo.

—Muriel —murmuró—. Yo no podría matarte aunque quisiera. Tú no puedes morir. 

»Ahora dime, ¿qué fue lo que de verdad te impulsó a venir? ¿Qué fue lo que te hizo decidirte?

Ella se quedó helada, perpleja. Una imagen concreta estalló en su mente, acompañada de la inmediata e inevitable explosión de memoria sensorial asociada.

Se obligó a ser más sincera que cínica porque por algún motivo lo sentía importante. El vino ayudaba a ello.

—Por el abrazo —musitó—. Por ese abrazo que me diste en mi casa.

Aquel abrazo, por Dios. Nunca olvidaría cómo le hizo sentir. Notó que se quitaba de encima una herrumbrosa carga al soltar aquello.

Rigel asintió sin responder nada. Exacto. Por el vínculo. El vínculo sagradoomnipotenteinfinito y eternoInmutable. Porque ese vínculo significaba algo, o por lo menos había sido lo bastante fuerte para guiar los pasos de Muriel hasta ahí. 

Sí, Dios había dejado una muestra de maná —un fractal suyo, una réplica de todo su ser a escala humana— en la urna de oro. Pero, a pesar de todas las criaturas humanas ser portadoras de una urna de oro divina en su interior, muchas de ellas olvidaron la Alianza en su propia esencia. La Alianza entre ellos mismos habría sido también la Alianza con el que fue su creador, pero, para bien o para mal, a la raza humana se le había acabado el tiempo.

—Con “amor” no me refiero a lo que llaman “deseo” o “romance”, Muriel. El amor es la Tercera Energía. El amor es el Vínculo. 

Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos“. (Mateo 18:19-20).

—¿La Tercera Energía?

Rigel tomó a Muriel de la mano. Esta se estremeció.

—La energía que nace de la unión de dos personas o más. Es todopoderosa. De hecho… es lo único real que tenéis los que vivís atrapados aquí, en el mundo de la tercera dimensión, a pesar de la fantasía de estar separados.

»Nada de lo que hay a tu alrededor es real, Muriel —concluyó—. Ni siquiera tú misma lo eres. Ni siquiera tu cuerpo lo es. Aquí, en este sueño, sólo es real La Alianza. 

»La Alianza es lo único real por sí mismo. El resto de cosas que veis, oléis, tocáis… es real sólo porque vuestra mente lo hace real.

Muriel retrocedió, yendo a dar con la rabadilla en el brazo del sofá.

—¿Quién eres? —musitó. 

En las manos de Rigel, la urna comenzó a abrirse. En ella había Luz.

—¿Esa era la segunda pregunta de las tres que querías hacerme?

—No.

—¿Y cuáles eran…?

—Si llevas lentillas de colores. Y si te gusto —se vio obligada a confesar Muriel en un hilo de voz—. Rigel… ¿Quién eres?

El aludido negó con la cabeza. Extendió el brazo para acariciar muy suavemente la mejilla de Muriel con el dorso de los dedos.

—Soy el que va a salvarte, mi preciosa criatura. Pero, sin este disfraz, mi forma aquí podría asustarte mucho si la vieras, por culpa de los arquetipos que cimentan vuestra mente —murmuró—. En verdad soy sólo energía, como tú. No eres tu cuerpo, Muriel… eso es sólo lo que ves aquí, lo que crees que eres.

La urna ya estaba completamente abierta. Diminutos puntos de luz blanca les envolvían ahora a ambos, tomando la forma de un cubo de Metatrón que les protegía en su interior. Exactamente igual que el colgante que llevaba Rigel al cuello, pero lumínico y repitiéndose en infinitas direcciones, creciendo.

—Rigel…

—Abrázame. Disfruta de tu cuerpo, maravillosa criatura. Porque será la última vez que lo harás. Nos espera un mundo nuevo en el que lo que quede de mí será uno de sus tres soles… 

La Luz del maná, la Luz de la Alianza, ya era tan intensa que cegaba. A pesar del deslumbramiento, Muriel distinguió la silueta del enano albino a poca distancia. Le habían salido seis pares de alas a la espalda, y le faltaba el brazo izquierdo.

Aquel a quien en su forma humana habían llamado Guinness sonrió al contemplar aquellas dos energías mezclándose, aquellos dos seres hibridándose para formar sólo Dios sabía qué. Tal vez una especie nueva que nunca olvidaría.

Rigel pegó su frente a la de Muriel y le besó los labios. Saltarían juntos a β Ori de ese modo, ascendiendo desde la azotea secreta, mientras hacían el amor y esa ilusión que eran los cuerpos de ambos estallaba en infinitas partículas de irrealidad. No había podido evitar la transmisión de pensamiento, de modo que seguro ahora ella estaría viendo de cerca el color volcánico de su piel, sus ojos chispeantes color sangre y su cola terminada en punta de flecha.

—Por favor, no tengas miedo. No me tengas miedo. —Señaló entonces a Guinness con un salto de mirada, quien ahora relucía envuelto en un manto de lava fulgurante—. El de la exterminación es él.

Autor: Reyes

Sobre el autor

Reyes

2 comentarios en “A la luz de Rigel”

  1. Hola Reyes, más que leer me he visto tu relato, tienes la facultad de pintar las situaciones y los personajes en la mente del lector. Me encanta ese juego entre el drama y la comedia con la que consigues que las situaciones más duras se consuman con una sonrisa. El personaje de Muriel es genial y sobre tu evolución de Guiness ya hemos hablado 😁

  2. Muchas gracias por leerlo, Nacho!! Y por tus palabras. Justo ayer hablaba con Morgan de eso, de las escenas en las películas y en los libros.
    Tenía miedo de que este relato fuese un trabuco infumable (de que no fuera ameno de leer).

    Gracias por haberme dado la libertad de “rodar” con Guinness (hahaajaja cuesta abajo), eso ha sido con diferencia lo mejor de la experiencia!
    A Muriel hasta la veo por la calle xd

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