Ya no puedo escribir, soy incapaz de juntar dos frases con un poco de coherencia, me desangro literariamente hablando, estoy derrochando en esta carta mis últimos recursos y cada palabra que escribo duele y se olvida.
Todo comenzó esa primaveral tarde cerca del rio. Paseaba por la ribera como cada día, dando rienda suelta a mi imaginación, escribiendo mentalmente un dialogo crucial entre dos personajes de la novela que me traía entre manos. Era una escena complicada porque de ahí saldría la trama final y había que dejar pequeñas pistas en la conversación sin desvelar nada. Entonces la vi, ahora soy consciente de todo, de cómo lo preparó presentándose ante mí de forma que no tuviera más remedio que prestarle atención. Estaba sentada en uno de los bancos a la sombra de un frondoso árbol. Todo en ella era delicadeza y sensualidad, sujetaba un libro entre sus blancas manos cómo si de una pieza de arte de incalculable valor se tratara. Su vista estaba fija en la lectura y por su nacarada mejilla resbalaba una lágrima llena de tristeza mientras su pecho palpitaba con un sexual anhelo prohibido. ¿Bukowski?. ¿Quién puede sentir de tal manera leyendo a Bukowski?. Solo un Angel, una parte arrancada de mí destinada a encontrarme de nuevo.
No pude menos que acercarme y tenderle mi pañuelo. Ella alzó sus ojos en un suspiro y lo aceptó. Ese fue el principio y también mi final.
Pasaron los días y mi paseo por la ribera dejó de ser fructífero para convertirse en un foco de desazón. Mi mente era incapaz de centrarse en los diálogos o tramas de mi novela ocupada en su totalidad por la idea de un nuevo encuentro. Rememoraba cada palabra que cruzamos esa tarde y pedía con internos gritos desesperados volverla a ver. Pregunté a mis amistades y conocidos por ella y todos se extrañaban de que no la conociera, al parecer era una famosa escritora y todo el mundo sabía de ella. Busqué sus libros y lloré leyéndolos. Su escritura era fluida, interesante, llena de ingenio y fuerza, mucho mejor que cualquier cosa que yo pudiera escribir. Lejos de sentir envidia leerla me provocaba una inmensa admiración que poco a poco empezó a convertirse en devoción. Deseaba. Necesitaba verla de nuevo.
Y por fin sucedió. Cuando ya desesperaba volví a verla, en el mismo banco con la misma aura que me atraía como un vórtice mortal. Me senté a su lado y recibí a cambio su sonrisa. Hablamos, leímos juntos y emplazamos nuevas lecturas y conversaciones al día siguiente. Nuestra cita diaria se convirtió en una obsesión, o más bien una adicción. Cada día que pasaba temía no encontrarla al día siguiente. Tras varios encuentros me atreví a llevar uno de mis libros y lo leímos juntos. Escuchar mi escritura en su voz me produjo tal felicidad que hubiera muerto a cada palabra. Pasaron los meses y consumimos mis libros con hambre desmedida. Cuando terminamos el último sentí tal desazón que creí desfallecer. Deseaba haber escrito más, necesitaba alimentar esa hoguera de vanidad que su voz incitaba en mi interior. Corrí a mi casa dispuesto a terminar mi novela, a escribir cualquier cosa que pudiera llevar al día siguiente a nuestra cita. Pero no pude, las palabras no surgían, la musa me esquivaba, el papel permanecía impoluto en la máquina de escribir y mis dedos prisioneros de mi falta de ingenio.
Acudí a nuestra cita presa de un pesimismo impropio en mí, con la premonición de no encontrarla que se materializó en realidad al ver nuestro banco vacío. Entonces, como quien sale de un sueño profundo o es exorcizado de un mal demoniaco me di cuenta de todo. Ella me había robado. No sé cómo, pero tengo la certeza que fue así, cada palabra que leyó a mi lado me la robó, cada frase pronunciada le transfirió mi capacidad de escribir. Bebía la tinta de mis novelas desangrándome y ahora no soy más que un pobre desgraciado incapacitado para escribir.
He apurado lo que quedaba de la botella de absenta en mi habitación, necesito al duende verde para que me de valor para lo que tengo que hacer. En mi máquina de escribir permanece el folio en blanco y a su lado, sobre su última novela, espera impaciente el revolver cargado.
Autor: Ignacio Chavarría
Amo las etiquetas que le has puesto, aunque yo no diría que es terror absurdo!! Tiene mucho sentido; yo le hubiera pateado el estómago a la tipa para que vomitara tinta la muy p***! Esto es broma, las ideas de fondo son culebras densas… parece que quien le robó al escritor fue un fragmento (extraviado, añorado) de su alma, con el que se reencuentra en sus propias palabras a través de la voz «ajena»…
Me ha encantado. Me identifico con la tía que lloraba con Bukowski como si fuera Bambi.
Pues si Reyes, es muy probable que la vampira literaria exista únicamente en la mente del escritor y que todo lo provoque el temido síndrome del papel en blanco y la perdida de su musa. Este hombre tiene pinta de romántico «sangre de horchata» en plan Larra, aunque no tengo claro si el revolver es para El o para Ella. ¿Qué os parece?
Yo asumí que era para él por sentirse incapaz de escribir más!!