Amigos para siempre

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–¿Qué te pasa, Rober? ¿Estás triste? –le preguntó Remi a su amigo, mientras ambos descendían por el camino peatonal que llevaba directo a Los Álamos. Desde aquel punto en el camino ya podían verse los tejados puntiagudos del edificio, cubiertos de nieve y arañando el cielo gris, y las copas de los árboles desnudos que flanqueaban la verja de entrada.
 
Rob se encogió de hombros sin dejar de andar, con la mirada clavada en el suelo. Pisaba fuerte a propósito en cada paso, porque le gustaba dejar el dibujo de la suela de sus zapatillas impreso en la nieve que ya estaba dura. 
 
–No me gusta este lugar –musitó.
 
Remi lanzó un suspiro de comprensión.
 
–Ya. Lo entiendo. Pero siempre dices que venir aquí es la única manera de…
–De ver al abuelo, sí. –Remi asintió vehemente tras completar la frase, y a continuación puso cara de asco.
–Eso es.
–Ya. Pero es asqueroso. Huele a pis en el pasillo de la segunda planta. A detergente mezclado con pis –puntualizó.
 
Remi se rió un poco.
 
–Sí, pero tu abuelo ahora estará en la planta baja, ¿recuerdas? Porque pusieron ese árbol de navidad enorme que llega hasta el techo, o eso dijo.
–¡¡Sí!! –Rob levantó la vista para mirar a su amigo, cuyo rostro resplandecía de ilusión, como si Remi no hubiera visto un árbol de navidad en su vida.
–Sí –repitió este–. Decorado con… todas esas cosas, chirimbolos… ¿cómo era?
–¡Chimborrios! –Rob soltó una risotada. Era todo un reto a veces memorizar los palabrejos que soltaba el abuelo; menudas perlas. Según su madre, culpa todo de un señor alemán que llamaba a la puerta desde hacía mucho… en fin, en navidad todo el mundo se volvía un poco majara, menos el abuelo, que estaba majara desde siempre–. Chimborrios, mocamelos, carabanchos y terraplanistas.
–¿Terraplanistas? Ja,ja,ja…
–¡En serio! Y… ¿Sabes qué? Se inventó una canción que me mató de risa, me la dijo por teléfono.
 
Remi no dejaba de reír. A saber la ocurrencia del viejo cómo habría sido.
 
–¿Cómo era?
 
Rob no dudó en cantársela:
 
–”¡Navidad, navidad, huele que echa pa’trás!” y añadió, ya sin cantar, lo que había agregado el abuelo: “qué puto asco, joder”.
–Ja, ja, ja, ja… –Remi tuvo que detenerse a pocos pasos de la verja y agarrarse la barriga con ambas manos–. Adoro a tu abuelo, de verdad que sí.
–Espérate, que me dijo que este año no había sabido atar los cuchufluscus de los regalos, pero que no le importaba porque los iba a chupar…
–¡Ja, ja, ja! ¿Para qué? ¿Para pegarlos?
–¡Claro!
 
Los dos amigos rieron a gusto imaginándose al viejito chupando papel de regalo con lazos. Se habrían carcajeado igualmente delante del abuelo, sin ninguna malicia, porque ambos sabían bien que no había cosa que a este le gustara más que ver a su nieto pequeño reír.
 
–O sea, que te va a hacer un regalo –dijo Remi, cuando se recompuso al fin de las carcajadas.
–Ajá. A los dos. Dice que nos va a gustar un montón.
 
La verja que salvaguardaba el asilo estaba entreabierta. Cuando Rob la empujó, lanzó un chirrido de película de terror que les arrancó otra risita. Había algo oscuro y rocambolesco en aquel mundo donde iban a internarse, tan solitario en apariencia al menos por fuera. Por suerte para Rob, Remi era ese amigo que nunca te dejaba plantado, el que te da la mano y te susurra “ya puedes mirar” cuando ha pasado ya el susto en “La noche de los muertos vivientes” y “House, una casa alucinante”.
 
Cruzaron juntos el jardín desierto y plagado de pisadas en la nieve. La moderna puerta acristalada se abrió sola de par en par cuando Rob se detuvo frente a ella.
 
–¡Hola, Roberto! –Saludó Marta, la recepcionista. Llevaba puesto un gorro de navidad, el típico rojo con ribete blanco y una borlita encima–. ¿Has venido a ver al abuelo?
 
Junto al mostrador de recepción estaba sentada la señora Julia en su silla de ruedas, quizás esperando a su familia y mirando al infinito. No hizo el menor gesto, porque la pobre señora poco se enteraba de lo que ocurría a su alrededor, al menos desde que Rober la conocía. 
 
–Sí –asintió el chico–. ¿Está en el salón?
 
“En el salón del árbol de los chimbolazos”, le susurró Remi, y Rob tuvo que contener la risa.
 
–Así es. Ve para allá, anda. Se pondrá feliz cuando te vea.
 
Rober lanzó a Remi una mirada furtiva y discreta antes de lanzarse corriendo por el pasillo hacia el salón. Una mirada que quería decir: “¡corre! ¡Te echo una carrera! Nadie va a reprender a un niño corriendo por aquí, ¡soy el único!”.
 
Marta se volvió a una de las enfermeras que acababa de dejar unos informes sobre el mostrador.
 
–Este niño es tan bueno…–murmuró.
–Es el nieto de Remigio, ¿verdad?
 
La recepcionista asintió.
 
–Todos los fines de semana viene a ver a su abuelo, sin faltar uno, él solito. El resto de la familia pasa un kilo.
 
–Y que lo digas –masculló la enfermera–. No sé ni qué cara tienen sus padres.
 
En el salón luminoso, el señor Remigio extendió los brazos al ver al niño que entraba corriendo seguido de un cristalino amigo.
 
–¿Pero quién es este niño tan simpático que ha venido a verme? –rió.
–¡Abuelo! –rió a su vez Rober, abrazando al anciano. Remi observaba la escena a un par de pasos, sin querer interferir–. ¿Qué es eso que tienes ahí? 
 
Rober se refería a un viejo mecano magnético parcialmente envuelto en papel de periódico algo baboseado. Pudo reconocerlo o eso creyó; lo había visto hace mucho, mucho tiempo, cuando el abuelo aún vivía en su casa y no en aquella residencia, en la mesa de su despacho. Ese despacho con posters de mapas estelares, puzzles en tres dimensiones, golpeadores, mecanos y otros chimborrios le habría resultado fascinante a cualquier niño. Fue allí donde Rob conoció a Remi, estaba casi seguro de ello.
 
–¡Oh! Un chismarraco que me trae de cabeza –farfulló el abuelo–. Seguro que tú sabes qué es y cómo usarlo… mira, ven, te lo enseñaré.

Autor: Reyes

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Reyes

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3 comentarios en “Amigos para siempre”

  1. Hola, Reyes.
    ¡Bonito cuento!
    También yo, después de salir del internado salesiano, cuando tenía 11 o 12 años, visitaba a mis abuelos maternos con frecuencia (mis abuelos paternos sufrieron un accidente de tráfico y fallecieron los dos); bueno, y todos mis hermanos. Pero no a un asilo, sino a su casa en el barrio de la Macarena.
    En aquellos tiempos se veía mal «encerrar» a los abuelos en un asilo. Por lo general, moría antes el abuelo y en nuestro caso no había excepción y era la abuela la que se quedaba solita, pero se vino a vivir con nosotros, a nuestra casa del barrio de Heliópolis (¡bendito barrio, donde está ubicado el estadio del Betis! :)).
    Pasa que en Sevilla nunca nieva (sólo recuerdo una anormal vez).
    Y, en la actualidad, tanto mis hermanos como yo nos vemos compensados con las visitas de nuestros nietos, digamos que para seguir esta bonita tradición.
    Un abrazo

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