
Tiempo de lectura:5 Minutos, 8 Segundos
Mi padre me enseñó a fallar, pero a fallar bien. Con estrépito, con estruendo. ¿Por qué tirar sólo un plato cuando puedes echar abajo una alacena entera, o una estantería con tocadiscos girando y todo? Sin duda el tío se pasaba el videojuego de la vida con estas cosas; no había final boss que se le resistiera.
Desde fuera, uno podría pensar -en caso de haber habido testigos neutrales en dichas escenas- que mi padre me enseñó a enfadarme. A enfadarme en condiciones, fusilando vajillas y creando explosiones que ríete tú de las que salen en los gifs y memes contemporáneos. Pero lo más curioso es que, cuando él hacía esto, no estaba enfadado sino triste. En plena violencia, te prometo que era un niño triste e incapaz de soportar su propio dolor, escondiéndose tras los ojos de loco que lanzaban chispas. A diferencia del resto del mundo (mi madre, mi hermana, mi familia, los allegados) siempre supe verlo, ver a ese niño, no sé cómo ni por qué. Ahora me doy cuenta de que probablemente era sólo yo quien lo veía, pero entonces, en aquel entonces de platos rotos y explosiones y demás, pensaba que lo vería cualquiera, y por eso nunca dije nada. Para ser honesto, ante la violencia yo no habría podido articular palabra aunque hubiera querido, porque sólo sabía llorar… lo cual, dicho sea de paso, era una mala opción, porque ponía furioso al niño interior de mi padre.
Mi padre también me enseñó otras cosas. Me enseñó a amar a su manera, y a fracasar. A fracasar bien. ¿Por qué preocuparte por suspender un examen, cuando puedes terminar tirado en el suelo de tu salón y que tus hijos se pregunten, desde esa serenidad peligrosa que tiembla en lo profundo, si sigues vivo o has muerto? Bueno, yo aprobaba los exámenes, aunque se me atascaban un poco las matemáticas. Y a este punto, por cierto, debería hablar de mi madre, por mera coherencia. Pero eso me resulta difícil. Pasé cinco años en la consulta de una terapeuta hablando de las pasadas de mi padre y de mi propio fracaso violento y “en condiciones”, pero incapaz de decir una sola palabra sobre mi madre. La mayor crueldad que uno puede vivir pasa desapercibida con facilidad si hay algo más ruidoso de lo que hablar, supongo. No quiero tener un discurso de víctima de todas maneras; ya no lo soy. Digamos que mi madre me enseñó a querer a su manera; una contingencia funesta, sin duda, porque era una manera de mierda (sin amor).
Les debo mucho a mis padres. A lo largo del tiempo, y aún a día de hoy, han sido como un faro que me ha mostrado las rocas, los peligros con los que puedo chocar. Me han iluminado siempre aquello a lo que un niño debía tener miedo (Todo). Pero entonces, ¿qué hacer con la roca inamovible? ¿Cómo esquivar (Todo) algo que no se puede esquivar?
No sé si yo me sentía ahogado. Supongo que sí, al menos a ratos. Recuerdo nadar en vano contra corriente, manotear más bien de forma ridícula. No podía ahogarme porque seguía respirando, y sí recuerdo esta sensación porque era la angustia de querer parar, de querer morir de una vez y dejarme arrastrar. Desde los catorce años, o incluso desde antes de poder formularlo con palabras. Eso no se olvida.
También me acuerdo de otra cosa: la certeza de estar a la deriva. Siempre.
Así pues, ¿para qué servía el faro? Para tener miedo y seguir alejado de la tierra, nada más.
Mis padres me enseñaron muchas cosas. En el colegio aprendí otras tantas. Mi terapeuta me enseñó a huir. Pero a bailar… a bailar no me enseñó nadie.
Desde pequeño quise bailar. Pintaba bailarinas a todo color en casa de mi abuela mientras ella jugaba a la oui-ja con mis tías y las primas mayores. Sobra decir que mi familia ha sido siempre bastante peculiar, supongo que como todas.
Pero, como digo, nadie me enseñó a bailar. Y con el paso de los años me volví demasiado tímido, demasiado avergonzado para decirle a quien pudiera enseñarme que yo siempre había querido aprender. No supe nunca pedirle a nadie que fuera paciente con mi mayor dolor, con mi deriva, con mi torpeza.
Puedo contarte algo que sé que es cierto aunque parece un cuento de hadas. Y sé que es verdad porque yo mismo lo he vivido. Este es el cuento: los faros del miedo se pueden demoler. No son eternos. Ni siquiera reales.
Los faros del miedo se vuelven oscuros y dejan de existir cuando uno decide que no va a mirarlos más. Cuando uno quiere vivir sin miedo. Ser, sin miedo. Aunque sea fallando, fracasando, aprendiendo día a día a vivir porque todavía no sabe amarse del todo a sí mismo ni amar, por tanto, del todo a los demás.
Tengo ya bastantes años, como los tienen mis cicatrices, mis huesos y mis músculos, pero a mi cuerpo eso no le importa. A pesar de mi edad, te aseguro que yo no camino: yo bailo. Ya no tengo inmovilizados los pies por cadena o coraza alguna. Eso me alivia.
Me han enseñado muchas cosas en mi vida, pero a bailar aprendí solo. Decir que aprendí siendo demasiado viejo tendría tanto sentido como decirte que hoy amaneció demasiado tarde.
Puedo contarte que en la oscuridad vi muchas estrellas cuando por fin le di la espalda al miedo. Gracias a la potencia de aquel faro en mi niñez, nunca las había visto y siempre había pensado que el miedo servía para algo… pero el hecho es que no, ¡no sirve! Todos vamos a morir, y yo prefiero morir bailando.
Si algún día quieres mirar la estela luminosa que te lleva a sentir paz, a estar feliz, de forma simple, con unos pasos de baile o como sea; si algún día piensas que sería bonito atreverte, no dudes de ti mismo nunca. No importa la edad que tienes ahora, ni el camino que recorriste a la deriva mar adentro.
¿Bailar? Dentro de ti hay algo invencible que siempre ha sabido cómo se hace.
Autor: Reyes

Sobre el autor
Reyes
