
Tiempo de lectura:7 Minutos, 24 Segundos
Tomás vio a los niños franceses acercarse camino abajo rumbo a la casa rosa. Sin darse cuenta, apretó entre las manos a su amigo fiel -un conejito tuerto de felpa azul claro-, con el corazón en un puño latiendo tan deprisa que aleteaba. Se moría de ganas de acercarse a aquellos niños, pero era tan tímido que ni sonreírles podía. ¿Y si no les caía bien? No, seguro que no les caía bien. A nadie le cae bien un niño pálido y raro que se queda mirando fijamente.
Y es que aparte de ser raro, Tomás tenía algo. Había algo malo en él. No sabía qué era ni por qué lo tenía, pero ese algo actuaba como una pantalla eterna entre los demás y él mismo. Se trataba de una maldición; una maldición pura y dura: la maldición de que no le quisieran.
Le causaba tanta vergüenza estar maldito que nunca había hablado de ello con nadie, ni siquiera consigo mismo. Pero siempre había sabido que aquella maldición estaba ahí, porque era consciente de lo mucho que pesaba aunque no pudiera verla. A cada oportunidad él era lo bastante listo para constatar su presencia, y sin embargo, al parecer, no tan listo como para identificar qué era lo que hacía mal para marcarse a sí mismo de este modo. Simplemente no actuaba como los otros niños; no sabía hacerlo y jamás había sabido, por mucho que ser como otros niños fuera lo que más hubiera deseado en este mundo. Seguro era eso, que no sabía sino ser incorrecto y hacerlo todo mal.
La maldición había estado ahí desde la primera vez que se había mirado en un espejo con la cara roja y lágrimas en los ojos. Desde que sintió que se ahogaba en los cereales del desayuno y quiso gritar pero siguió comiendo. Desde el primer día de escuela, cuando no supo qué hacer en el patio del recreo y se quedó congelado de tal manera que provocó burlas de otros niños por parecer que estaba jugando él solo a «pies quietos». Probablemente, aquella maldición le acompañaba como una sombra hiriente desde que nació. Y así, Tomás estaba tan acostumbrado a ser un niño maldito que no se extrañaba del agujero que deja la falta de calidez por no ser querido. El amor era extraño. La ausencia era lo normal, y tan constante, afilado y sordo el dolor que ya lo había perdido de vista.
Conocía a la familia Dupont Ferrer. Padre francés y madre española, con tres hijos de doce, nueve y cuatro años respectivamente. El mediano tenía la edad de Tomás y se llamaba Christophe.
Cada verano, los Dupont Ferrer venían a la casa rosa a resguardarse del inclemente calor del mes de julio. Tomás nunca había estado en la casa rosa, pero la conocía de memoria desde fuera porque estaba justo en frente de la suya, lo bastante cerca como para aprenderse sus contornos en la mirada anhelante.
Escuchó de pronto gritos a su espalda y se giró por instinto para enfrentar su propia vivienda. Paredes apagadas que estaban de milagro en pie, y en ruinas dentro de Tomás. Pasaba algo malo en esa casa. No era un hogar, pero Tomás no tenía la edad suficiente para dilucidar que precisamente aquella circunstancia era ese algo. En cierta forma, también su casa estaba maldita. A sus nueve años, Tomás no diría que era amenazante, que no era segura; estaba maldita y punto. Estaba maldita y nada más.
Volvió de nuevo la vista a la familia Dupont Ferrer. El papá ya estaba maniobrando con el pesado manojo de llaves para abrir la verja alrededor de la casa rosa. Qué preciosa casa. Un eterno tapiz de buganvillas cubría la pared frontal, tan alegre siempre que parecía dar la bienvenida a todo el mundo verano tras verano. Aunque las hojas amarillearan, nunca parecía adolecer de falta de riego ni cuidado.
La verja se abrió con un chirrido amigable, familiar. El papá se apartó a un lado para dejar paso a la mamá, y detrás de ella entró Anekke, la pequeñina de la familia. Una niñita de rizos dorados que parecía siempre emocionada, y esto era hermoso de ver para Tomás. Se había fijado en ella año tras año: Anekke, siempre su carita un libro abierto para reír, o para llorar cuando no encontraba un juguete; para pedir un vaso de agua o una bolsa de patatas fritas o llamar a su mamá. El sol nacía en su mirada, tanto como la lluvia tenía sitio a veces en aquellos ojos enormes, incluso la tormenta que solo para ella tenía sentido. Qué bonitos ojos. Qué linda familia.
Anekke traspasó la verja bailoteando, agarrando el dobladillo de la falda de su madre y moviendo con alegría las gordezuelas piernas bajo el vuelo de su vestido blanco. Le siguió Iroi, el hermano mayor. Iroi parecía de otro padre, con su piel morena y el zaino cabello rebelándose siempre, cayéndole sobre los ojos negros. Tomás dio un paso atrás inconscientemente porque Iroi siempre le había dado un poco de miedo. ¡No parecía mal chaval! Pero era demasiado abierto, demasiado franco. Su voz era fuerte como la de un pequeño jefe indio y él parecía no temerle a nada.
Después de que Iroi traspasara la verja, ocurrió algo extraño que hizo que Tomás se sintiera morir. Christophe, el mediano de los Dupont, se detuvo antes de cruzarla y se giró para mirarle, botando un balón de baloncesto. Llevaba una sudadera super molona de color rojo y blanco en cuya pechera se podía leer «West Coast». También llevaba una gorra, con la visera hacia atrás, adornada con tres chapitas: una cara feliz de color amarillo brillante, una especie de dinosaurio o dragón (Tomás no sabría decir a qué especie pertenecería el bicho desde aquella distancia), con púas a lo largo de todo el lomo, y una réplica de las gafitas de Harry Potter, «el niño que sobrevivió». Cayendo lánguidos sobre sus hombros, se veían los cables negros de los auriculares enchufados al teléfono móvil que guardaba en el bolsillo.
Christophe botó la pelota tres veces en el sitio y luego sonrió a Tomás, entornando los ojos verdes bajo la luz del sol. Este se había quedado clavado en el suelo.
–Hé –le dijo–. Voulez-vous jouer?
–Yes I do –replicó Tomás como un tiro, en apenas un susurro. No tenía idea de por qué había contestado así; de sobra sabía que no había hablado de vuelta en el idioma correcto, pero no entendía ni papa de francés y sin embargo el inglés le gustaba mucho, así que, por si acaso, «yes, I do».. Nadie lo sabía en casa, pero era un niño brillante.
Christophe entendió la respuesta y soltó una carcajada sin atisbo de malicia.
–Oh, yeah, my friend –cambió el chip del idioma perfectamente, haciendo reír a Tomás. Reír no era algo planeado, y por eso este resopló y se cubrió la boca rápidamente–. Let ‘s go then.
Y con un gesto amplio del brazo -un gesto bastante payaso, porque Christophe no perdía la ocasión de hacer el tonto-, como haciendo un remolino al estilo príncipe de Bel Air, invitó a Tomás a que le siguiera más allá de la verja.
Tomás parpadeó inseguro. Apretó al conejito tuerto contra el pecho y no pudo reprimir el gesto de dolor que le causó la felpa abultada contra las costillas. Luego se sintió un poco tonto y avanzó un paso vacilante hacia la casa rosa. Ay dios, no era una buena idea ir a jugar, definitivamente no lo era.
–Allez, allez! –le apremió Christophe con chispa, sin apuro alguno. Volvió a reír de forma inocente–. Tu es plus lent que ma tortue Libertad.
No era una buena idea ir a jugar -¿qué es jugar? ¿Quién había hablado de jugar?-, pero qué más daba.
Tomás se bajó por reflejo los puños de las mangas de la sudadera, ocultando el moratón ennegrecido en torno a su muñeca derecha. Logró sonreír por primera vez como un niño normal a Christophe -o tal vez era una sonrisa de niño maldito al que culpaban en la escuela de ser inseguro, pero este no reparó en ello-, y se acercó a él caminando despacito, aun apretando al conejo tuerto contra su costado.
–Do you like turtles? -le preguntó Christophe, caminando junto a él hacia la verja abierta.
Tomás se encogió de hombros mientras andaba a su lado, dejando atrás por un momento los gritos en la casa de paredes apagadas.
–Yes I do –respondió, esbozando un amago de sonrisa que era un pequeño sol y mirando al suelo, a la tierra sombreada por la mata de buganvillas.
Autor: Reyes

Sobre el autor
Reyes

Ufff, todo lo que dejas en la casa gris es horrible y, aunque el relato se centra en la luz de la casa rosa, la sensación que deja es de tener algo terrible soplando en tu nuca con el fétido aliento de la violencia. Un relato duro, con un rayo de luz hacia la esperanza.
Muchas gracias por leerlo, Nacho.
Sí, quise dejar la casa gris en manos del lector, poniendo el foco en la luz para evidenciar lo oscuro… fue intencionado y experimental narrarlo así.
Un abrazo grande.
Y Nacho que no me quiero olvidar de decirte, esa foto que elegiste es preciosa!!! Y la del siguiente también. Millones de gracias.
Ojalá ese niño no vuelva a vivir jamás el terror que supone estar en la casa gris. Qué bien escrito está que te hace leer por un lado con ternura la inocencia de un niño, y por otro lado con angustia real por pensar en lo que ese crío tiene a sus espaldas. Pobrecito 🥺.
Siempre consigues transmitir sentimientos muy puros con tus escritos, por eso es apasionante leerte. 👏🥀💗
Hola, mi amor. Muchas gracias por leerme.
Bueno, sé que ese niño seguro cuando crezca va a ser muy feliz. Por lo pronto ya tiene un amigo. Me siguen contando historia los personajes…
Te amo. Gracias.