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Esta noche he dormido mal y me levanto, como siempre, cansado. Me doy una ducha rápida, el agua nunca está lo suficientemente caliente y a veces el calentador se apaga y me sorprende con un chorro de agua fría, así que no me demoro mucho bajo el agua. Al salir evito mirar el espejo, no me gusta mi cuerpo desnudo, estoy viejo y gordo y flácido y verme solo me recuerda la degradación y abandono de mi cuerpo. Pongo la radio en la cocina mientras me preparo el desayuno, un café con leche y galletas. Están hablando del cometa, anoche pasó por encima de nosotros, más cerca de lo previsto, e iluminó la ciudad entera. Yo creo que eso me despertó. Últimamente cualquier cosa me despierta y luego me es imposible coger el sueño de nuevo.

Miro el tazón de café, la porcelana está ya agrietada y golpeada por el borde, pero no me importa, me gusta este tazón. Mojo la galleta, la leche estaba demasiado caliente y la galleta se rompe y cae. Me quedo mirando cómo flota durante un momento y empieza a deshacerse y hundirse. Ni me molesto en intentar recuperarla con la cucharita, qué más da. Esperará ahí, en el fondo de la taza, desintegrándose hasta que yo termine y recupere sus restos.

Desde la cocina veo algo que llama mi atención en el salón, y me pone los pelos de punta. Encima de la mesa hay un paquete, un regalo primorosamente envuelto con un papel dorado y un lazo rojo. Me acerco. Lleva un pequeño sobre con mi nombre, dentro una tarjetita donde pone un escueto «Felicidades». Cierto, hoy es mi cumpleaños. Nunca lo celebro, incluso tiendo a olvidarlo. ¿Quién puede haber dejado esto en el salón de mi casa? y ¿Cómo? Alguien tiene que haber entrado mientras dormía, eso me preocupa. ¿Quién sabe que es mi cumpleaños? Voy a la puerta y la reviso, no parece forzada, así que quien haya entrado o es muy hábil o tiene la llave. De pronto recuerdo que es martes, ayer vino Marta, la mujer de la limpieza, si, eso es, debió ser ella que dejó el regalo al irse y yo no he reparado en ello hasta ahora. Claro, eso es. Luego la llamo y le doy las gracias.

Es un paquete grande y vistoso, que raro que no lo viera anoche. En fin, últimamente estoy muy despistado. Deshago el lazo y abro la caja. Dentro hay un abrigo, es muy elegante y parece caro. Me lo pongo y, aunque parecía un poco grande, me queda perfecto, cómo si me hubieran tomado medidas. Es de piel, muy suave y agradable al tacto. Tiene buen gusto Marta, y se ha dejado un dinero. No creía yo que me apreciara tanto, ni que supiera la fecha de mi cumpleaños. Nunca sabes la gente por donde puede salir. La verdad es que está soltera, lo mismo se ha fijado en mí, este detalle no se tiene con alguien si no hay un motivo detrás. Me siento un poco mal, yo sé muy poco de ella, lo que se pregunta por compromiso en alguna que otra charla que hayamos tenido mientras limpiaba. Tendré que mostrar más interés al menos para devolverle el detalle.

Fuera se presagia un bonito día, empieza a amanecer, la noche ha cubierto de hielo blanco el parterre del vecino y el cielo está despejado, en cuanto levante el sol será azul intenso. Un día perfecto para dar un paseo y estrenar el abrigo. Me visto y salgo.

La prenda es abrigada, pero sorprendentemente ligera, meto las manos en los bolsillos, el forro es también muy agradable, cómo acariciar la piel de un animal. Me dirijo casi mecánicamente al parque, la tierra está todavía dura por la helada y cruje a mi paso. Voy tomando caminos sin un rumbo fijo, pensando en mis cosas. Abrigado con la prenda casi me siento bien conmigo mismo, una sensación que no tenía desde hace mucho tiempo. El parque está vacío, todavía es pronto para que lleguen los niños y la gente saque a pasear a sus mascotas, quitando alguna que otra persona haciendo deporte, estoy solo. He llegado hasta el banco donde venía de niño, está al final de una larga cuesta, es un sitio perfecto para contemplar desde allí el paisaje, se puede ver toda la ciudad y las montañas que recortan el horizonte. Al llegar me he sentido cansado, raro, me falta el aliento y me fallan las piernas. Sudo. Es extraño porque hace frio y yo siento tanto calor que me mareo. Me siento en el banco. Fijar la vista en la lejanía me calma, pero no me quita el malestar. Intento quitarme el abrigo y respirar, pero no tengo fuerzas, o más bien no tengo voluntad, parece como si al quitármelo pudiera perder parte de la nueva vitalidad que tenía esta mañana. Noto las manos débiles y quebradizas y al verlas me invade el terror. No parecen mis manos, son dos sarmientos, las manos de una momia, secas y apergaminadas, puro hueso y pellejo. Palpo mi rostro y solo noto la piel arrugada pegada al hueso como mis piernas y mi pecho. Me desabrocho y lo veo, miles de pequeños tentáculos parten del forro del abrigo y penetran en mi cuerpo alimentándose de mis fluidos. Ahora lo veo, quizás el cometa no era tal y seguro que Marta no me dejó el abrigo de regalo. Me doy cuenta que voy a morir. Miro mi mano pulsando con torpeza las teclas del móvil y veo parpadear el 112 sabiendo de antemano que es inútil, que no llegarán a tiempo y que cuando lleguen solo encontrarán una momia con un precioso abrigo de piel.

 

Autor: Ignacio Chavarría

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Ignacio Chavarria

2 comentarios en “El abrigo”

  1. Joder… me he dejado llevar por la historia y definitivamente no esperaba el giro final Lovecraftkiano… buah qué fuerte no? Al principio, el relato me recordó al primero tuyo que leí aquí, uno que titulaste «qué bonita navidad!», por ver al señor sentado en un banquito (jejejeje me acuerdo de lo que he visto al leerte, qué pasada), pero claro, luego ufff, nada que ver!
    Gracias Nacho por sorprenderme siempre. Me ha gustado mucho!!!
    El de «el casting» me ha gustado mucho también aunque de otra manera.

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